En
la selva, a un costado de la montaña, todo era perfecto. La cascada cantaba sin
parar y las flores coqueteaban con el cielo azul. Monarca, la Mariposa Real,
había puesto sus esfuerzos en obtener un espacio donde sus súbditos pudieran revolotear
en completa armonía. Cuando la lluvia las visitaba, era una especie de rocío
que les humedecía las alas. Estas brillaban como sutiles arcoíris. En ese espacio,
sólo las mariposas eran aceptadas.
Para
que las cosas funcionaran, como ella deseaba, había que cumplir con ciertas
normas: no traspasar los límites de esa parte de la selva, ni compartir con extraños,
entre otras. Los padres aconsejaban a sus hijas, y estas, obedientes, jugaban a
la ronda, entre los juncos y la flores. Las mariposas menores, como los niños, eran
curiosas. A veces, descansando sobre los pétalos veían, en la distancia, las
suaves colinas. Comentaban, entre ellas, que les gustaría explorar aquel mundo misterioso.
La más revoltosa y atrevida, decidió averiguar.
—¡Ten
cuidado! —exclamaron sus compañeras.
Sacudió
sus antenas y se alejó muy contenta. Explorando aquí y jugando allá, llegó a
una arboleda donde un coro de zumbidos atrajo su atención. Eran las abejas que trabajaban
en su casa, un panal construido entre las ramas. La pequeña mariposa se asombró
con tanto movimiento. Una abeja se acercó:
—Hola,
¿quién eres? — preguntó a la mariposa.
—¿Qué
están haciendo? — le respondió ella, con otra pregunta.
—Fabricando
miel para cuando llegue el invierno. ¿Quieres jugar conmigo?
—¡Claro!
Me gustaría que fueras mi amiga.
Surcaron
el aire hasta la orilla de un río, donde pasaron las horas retozando sin
cansarse, escapando de la lengua cazadora de los sapos y haciéndoles cosquillas
a las narices de los monos. La mariposa nunca se había divertido tanto. Sin
embargo, al llegar el atardecer, le dijo a su amiga que era el momento de
volver a casa.
—¿No
puedes quedarte un poco más? —preguntó la abeja—. Falta poco para que veas cómo la luna se mira
en el río.
—Si
no me voy ahora, seguro que me llaman la atención.
La
pequeña mariposa le pidió a la abeja que la acompañara. Deseaba que todas conocieran
a su nueva amiga. No imaginó que tropezaría contra la voluntad de Monarca. Esta
no podía permitir que las agraciadas mariposas se mezclaran, según su opinión, con
la fealdad de otros insectos.
—¡Aléjala
de aquí! —exclamó, mientras volaba a otro lado.
La abeja, al ver a su amiga, avergonzada, le
hizo un guiño:
—No
te preocupes, ya encontraremos la forma de continuar nuestra amistad.
La
mariposita era rebelde. Al amanecer, en un descuido, decidió volver a la
arboleda. A excepción de la abeja reina, todas habían volado hacia las
florestas. Aburrida, decidió ir al río. En el camino tropezó con una luciérnaga
que aleteaba, de un lado a otro, lamentando su suerte:
—
¿Qué te sucede? —le preguntó la mariposa.
—Una
verdadera desgracia. El sol secó los pantanos donde vivimos y no encuentro
dónde llevar a mi familia.
La
mariposa rebelde era solidaria. Sin medir las consecuencias, le ofreció ayuda:
—Yo
vivo en un campo lleno de flores. Una cascada canta a toda hora. Si te parece,
pueden quedarse allí el tiempo que sea necesario.
Cuando
Monarca la vio llegar con las luciérnagas, dominada por su orgullo, protestó:
—¡¿Eres
tonta?! ¿Cuántas veces tengo que decirlo? ¡No estoy dispuesta a compartir mis
dominios, menos con esa plaga sin gracia!
La
mariposa se sonrojó. Eso no la detuvo para auxiliar a sus recientes amigas.
—Tengo
una idea —les dijo.
Las
llevó a la arboleda, esperando contar con la bondad de las abejas. Las
luciérnagas encontraron cobijo.
A
los dominios de Monarca no habían llegado los rumores de lo que sucedía al otro
lado de sus fronteras. El desastre la tomó desprevenida. El clima, que hacía y
deshacía a su capricho, estaba causando estragos por toda la selva. Se asustó
cuando las nubes grises cubrieron el cielo, antes de estallar la tormenta. La oscuridad
le impedía ver más allá de su nariz. Las flores
recogieron sus pétalos para soportar lo que les venía. Monarca comprendió que podían
morir de hambre y de frío.
Todas
estaban aterradas. La solidaria mariposita frunció el ceño; no iba a quedarse
con las alas cruzadas. Conocía bien el camino y eso le facilitaba ir en busca
de ayuda. Sin pensarlo más, atravesó los aires. En la arboleda la recibieron
sus amigas. La tempestad afectaba a todos los habitantes de la selva; sin
embargo, no dudaron en auxiliarla. La luciérnaga se ofreció a regresar con ella.
Monarca,
ocultando el miedo que casi le paralizaba las alas, las vio llegar. Quiso elevar
la protesta, pero, viendo que la tormenta estaba por romper, lo pensó mejor. Si
se ponía con muchos remilgos, era posible que la dejaran abandonada. Sin más,
se unió al enjambre que seguía a la luciérnaga. La colita encendida era una lámpara
a través de la oscuridad.
Nada
más llegar a la arboleda, Monarca comenzó a sentirse bien. Comprobó que los
problemas compartidos eran menores. A pesar del mal tiempo, reinaba la alegría,
entre las dulces gotas de miel y el calor de la amistad. Decidió dejar al lado
su orgullo y su afán de criticar a los demás:
—Si las miro bien, no son feas —se dijo—; las luciérnagas parecen estrellas, y
las abejas, florecitas.
Recordó
que ella, antes de ser la preciosa mariposa que era, había sido una oruga, no muy
agraciada, por cierto. Extendió las alas y revoloteó como nunca antes lo había
hecho. Desde entonces, no hubo amiga mejor.
Olga
Cortez Barbera
Imagen: 123RF Con jardín de mariposas - Libre de derechos