Sí, la casa de tía Moma es
maravillosa, pero, al oscurecer, cuando los habitantes
del pueblo duermen, se sumerge en un abismo de tinieblas. Entonces, la hiedra
trepa por las paredes, las arañas abandonan los escondites y los murciélagos
salen de las sombras.
Durante el día la casa es
encantadora. Cuando los hilos de sol se mezclan con los jirones de la madrugada
y el cielo se pinta de rosado, resplandece como una estrella de colores. Sobre
las tejas, las palomas picotean entre gorjeos. Por las ventanas abiertas, las
cortinas parecen girasoles que juegan con el viento.
Deliciosos aromas escapan a la
calle y despiertan el apetito de los niños que van a la escuela. Dicen que, si alguien pasa un dedo sobre las
paredes y lo lame, siente los sabores del caramelo, la vainilla y el chocolate.
Más, cuando llega la noche, todo
cambia.
No existe una persona en el
pueblo que pueda decir quién la construyó, ni cómo ni cuándo. De repente, un
día estaba allí, hermosa y acogedora. Tía Moma llegó después. Una mañana, los vecinos la encontraron quitando
las hojas secas del jardín. Para los pobladores fue como si ella viviera allí
desde siempre.
Las flores, los pájaros y los
ricos aromas de la cocina comenzaron a atraer a los niños. A la gente le
parecía normal que ellos, después de clases, visitaran a la dulce Tía. Se hizo
costumbre que las risas infantiles recorrieran los patios y las habitaciones y que escaparan, como canarios, por
las ventanas. Los enjambres de mariposas aumentaban la belleza del jardín.
El rumor llegaba a todos partes:
Tía Moma poseía un sinfín de juguetes, pelotas de jugadores famosos y
computadoras. Sí, aunque ella fuera una señora muy viejita. Los niños podían
pasar el tiempo que quisieran navegando por Internet. Allí nada era imposible.
De pronto, comenzó a pasar algo inexplicable.
Aunque el sol alumbraba como de costumbre, todo palidecía como si se cubriera
de una sombra fantasmal. Los niños, sin ninguna razón, entristecían.
Los padres y los maestros comenzaron
a observarlos. Así se dieron cuenta de que, cuanto
más tiempo pasaban con Moma, más grande era la tristeza y más hermosa la casa.
Tía Moma era una anciana cariñosa; sin embargo, había que
investigar.
En las afueras del pueblo moraba
un sabio que conocía las historias de todas las casas: desde las cuevas de los
cavernícolas hasta las altas edificaciones de las ciudades. La gente no dudó en
acudir a él. El hombre sabio les dijo:
—Creo que es el momento de
sacudirles la memoria.
Hubo un tiempo en que esa casa fue
feliz. Disfrutaba de las risas de los niños, el trino de las aves y las
fragancias del jardín. Se creía ajena a la soledad. Un día, sus habitantes se
fueron; ella los esperó mucho tiempo.
Cuando el jardín dejó de
florecer y los pájaros se alejaron, se hundió en la melancolía. Sin poderlo
evitar, puertas y ventanas se rindieron al abandono. El matorral cubrió la
fachada. No era raro que la gente hiciera comentarios: “¡Qué fea se ha puesto!”,
“¡Es una vergüenza para la urbanización!”, “¡Deberían derrumbarla!”
Los niños comenzaron a decir
que, desde el jardín, veían ojos diabólicos a través de los cristales rotos. Tal
vez, la casa estaba invadida, además de ratones, por brujas y hechiceros. Si un
gato en acecho hacía crujir la hierba seca, todos escapan dando enormes alaridos:
—¡Ahhhhhhhhh, corran que nos
atrapan!
La casa, antes tan bonita,
apartó la melancolía para transformarse en una cáscara maléfica.
Cuando el sabio dejó de hablar,
todos se miraban, asustados. Entonces, ¿cómo era que la casa lucía tan hermosa?
Sólo era posible si se encontraba bajo la influencia de un hechizo. ¿Los niños
sufrían algún malvado encantamiento?
—¡Vamos allá! —gritaron todos—. ¡Debemos
acabar con la anciana siniestra!
Tía Moma ya no era gentil ni
bondadosa.
—¡Esperen! —gritó el sabio—,
debo decirles cómo enfrentarla.
Nadie lo escuchó.
Con el estruendo de voces, Tía Moma
se asomó a la ventana. No mostró sorpresa. Los hizo pasar, sonriendo, más
encantadora que nunca. Hombres y mujeres se maravillaron frente a las cosas que
veían.
La casa les ofrecía aquellos
juguetes que, en su infancia, los hicieron tan felices. En un instante, todos
jugaban como niños. Entre tanto regocijo, la gente olvidó de nuevo. Tía Moma
sonreía y la casa deslumbraba, como nunca. El aleteo de las mariposas pintó la
tarde de colores.
Es media noche. La luna se abriga
con las nubes invernales. Tía Moma juega con las mariposas en cautiverio. Cada
vez son más. Qué importa que la casa esté espantosa. Será por unas horas,
cuando todos duermen y no la ven, cuando todos sueñan y no la visitan. En la
mañana, apenas la luz estire los brazos, liberará a las delicadas cautivas.
Cada una es un trocito de alegría del pueblo. La alegría embellece. La casa
nunca más estará sola. Tía Moma es el alma de la casa. Ella está feliz.
Olga Cortez Barbera
Imagen: Public Domaine
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