viernes, 11 de agosto de 2023

La tortuga Francisquita


 

Anda, Francisquita,

saca tu cabeza,

te está dando la niña

trocitos de cerezas.

 

Con tus patas curvas

vete al jardín

a comer hojas de trébol

y pétalos de jazmín.

 

Cuéntale que, a veces,

te sientes muy solita,

que sueñas con jugar

con otra tortuguita.

 

Samantha se sentía satisfecha porque estaba a punto de llevar a su pequeña amiga a casa. La tía preparaba las maletas para irse de viaje y ella debía cuidar a Francisquita, la tortuga que desmayaba de aburrimiento en el terrario. Ésta, al escuchar la voz de la niña, sacó su cabecita del caparazón para darle la bienvenida.

A Francisquita no le fue fácil aceptar a Samantha. Alguien la había alejado de sus hermanas tortuguitas para trasladarla a un lugar extraño. Casi se resignaba a su nuevo hogar, cuando la llevaron a otro que tampoco le gustó. Se escondía de los humanos y trataba de escapar. La pobre no podía escalar las lisas y altas paredes.

La primera vez que Samantha vio a Francisquita, no dejó de observarla por un largo rato. Nunca había visto una de carne y hueso. Al poner un dedo sobre ella, la tortuga se escondió en su caparazón.

—¡Qué mascota tan rara! —exclamó.

¿Rara? ¿Sólo porque no era como los perros o los gatos? Sus compañeros de clases decían lo mismo de ella. Eso no la hacía sentirse bien. Mamá le dijo que los niños poseían distintas cualidades y que ser diferente no era nada malo. Si eso era así, ¿por qué le costaba hacer amigos? “A la tortuga le hace falta una compañera —pensó—, me quedaré con ella”.

Como Francisquita, Emma, la niña que vivía cerca, en un principio no aceptó la amistad de Samantha, por más que se lo pidiera la maestra. ¿Cómo jugar con alguien que todo le molestaba? Además, tenía una manera tan particular de decir las cosas, que la enfurecía. Sin embargo, le apenaba verla alejada de todos durante el recreo. ¿Qué sucedía con ella?

Su papá le explicó lo que era el Síndrome de Asperger. Un nombre que le pareció complicado y misterioso. Pero, a medida que lo escuchaba, comenzó a comprender las razones para que la niña se comportara, en ocasiones, de maneras algo incomprensibles. ¿Por qué no ayudarla? Emma se impuso la tarea de hacerse su amiga.   

Samantha era una niña como cualquier otra, sólo que sus sentidos eran más sensibles. Los sonidos fuertes, los objetos brillantes y el contacto con otros, a veces, le resultaban insoportables. Si algo le parecía feo, lo expresaba con franqueza, sin la intención de herir a nadie. Como todos los niños, tenía ilusiones; entre ellas, que sus compañeros de clases la entendieran.

Saber cómo era le facilitó a Emma acercarse a Samantha. Por eso, cuando la vio con Francisquita, no dudó en hablarle:

—¡Qué lindo animalito! —exclamó—. ¿Es tuyo?

—Sí  —respondió—, y ya averigüé en Internet cómo se cría una tortuga.

—¿Puedo acompañarte?

—Me parece bien.

Para Francisquita las cosas cambiaron. Samantha y Emma la llevaban todos los días al jardín. Allí atravesaba la grama, a la velocidad que le permitían sus encorvadas patas. Mientras disfrutaba del sol, engullía todo lo comestible que encontraba a su paso. Las hojas de trébol eran sus preferidas. De regreso, antes de dejarla en el terrario, le daban una refrescante ducha. Por las noches, Francisquita tenía sueños felices de tortuga.

A medida que la conocía, Emma se iba dando cuenta de lo especial e inteligente que era su nueva amiga. Fue como entrar a un universo de colores nuevos. A su lado, podía aprender muchas cosas y fijarse en detalles que nunca antes había notado. Ver el mundo de otra forma también era maravilloso. A su vez, Samantha observaba cómo era el mundo de Emma. Ambas comprendieron que los obstáculos podían superarse entre los buenos amigos. Entre tanto, Francisquita se sentía muy bien con las dos.   

Emma les contó a los compañeros del colegio que Samantha tenía una linda tortuga. Todos quisieron ir a conocerla; a Samantha le gustó recibirlos en su casa. ¡A Francisquita, también! Sacó su cabeza para darles la bienvenida. No tenía por qué sentir temor; estaba en buenas manos. Al poco tiempo, compartía el terrario con otra tortuguita.

 

Olga Cortez Barbera

 


martes, 11 de abril de 2023

Pandetela

 



Ayer se perdió Pandetela, la vaca de grandes lunares, la preferida de mi abuelo. La buscamos toda la mañana y no la encontramos. Él estaba preocupado porque había llovido muy fuerte y temía que la hubiera arrastrado la corriente del río. Llegó la noche y la vaca seguía extraviada.

¡Cómo me gusta pasar vacaciones en el hato de mi abuelo! Pasear por los alrededores es como entrar a un territorio lleno de aventuras. Cuando recorremos la sabana, imagino que voy en un safari a la caza de animales salvajes. Los cerdos son elefantes; los bueyes, rinocerontes pastando.

Cuando exploro los matorrales, me preparo para enfrentar el peligro. Los maullidos de los gatos de Abuela son feroces rugidos de leones. Los bejucos colgados en las ramas, serpientes venenosas.

¡Es tan divertido! Pero, también me encanta andar con mi abuelo. Es mi mejor amigo, aunque sea más grande y tenga los cabellos blancos. Puedo preguntarle cualquier cosa porque él lo sabe todo. Es como un libro que habla. Me parece que ha vivido en todas las épocas. Siempre me cuenta historias fabulosas… Ayer no lo pudo hacer porque Pandetela desapareció.

Ella es la vaca más grande y gorda que he visto. Le falta un poquito para parecer un mastodonte. A pesar de todo, es muy bonita. Abuelo me contó que nació enferma. Casi, casi se muere. Por fortuna, el veterinario la curó.

A mi abuelo le encantan los dulces. Por eso sus vacas se llaman: Majarete, Melcocha, Conserva´e coco, Buñuelo… A su vaca preferida le puso Pandetela para diferenciarla de las demás. A ella le gusta que él le acaricie el lomo y le cante bajito.

Él me ha enseñado a cuidarme y a no temerle al llano.  El otro día, cuando yo jugaba debajo un samán, las ramas se sacudieron. Me quedé quietecito para ver qué cosa lo había ocasionado. Como no pasaba nada, seguí jugando hasta que (¡ouch!) el árbol se sacudió de nuevo. Por si acaso, me alejé un poco. No me lo esperaba. Una iguana grande descendió por el tronco:

—Casi pareces un cocodrilo —le dije, aunque no parecía tan feroz.   

Me miró con sus ojos saltones. Cuando se dio cuenta de que yo no le haría daño, siguió el camino que la llevó al gallinero. De seguro que, para las gallinas, era tan grande como un dinosaurio. Todas empezaron a cacarear (¡coc coc coc coc!) y a correr como locas, tratando de escapar del intruso. Entré al gallinero y la espanté para que no se comiera los huevos. Con sus patas cortas y rápidas, regresó al árbol. 

Mi abuelo se dio cuenta de que Pandetela no estaba en el corral cuando fuimos a ordeñar las vacas, un poco antes del amanecer. Todos los días, los peones masajean las ubres, mientras los baldes se van llenando con los chorritos de leche. Abuelo toma dos totumas y pide que le echen un poco. El sabor de la leche recién ordeñada sabe diferente a la pasteurizada. Luego, le ayudo a alimentar las vacas.   

Las trancas del corral estaban tiradas en el suelo (cosa extraña). Los peones tienen la obligación de colocarlas, nada más terminar la jornada. Ahora se preguntaba qué podía haber pasado. Las vacas y los becerros comenzaron a moverse. Sus mugidos se confundían con los kikirikis de los gallos que anunciaban que era hora de levantarse.

—¡Qué raro! —exclamó Abuelo—. No oigo el mugido de Pandetela.

—Creo que se escapó —contestó un peón—, ya salen a buscarla.

Abuelo siempre ha vivido en el campo. Pocas veces abandona el hato para ir a visitarnos. Le fastidia la vida agitada de la ciudad. Dice que él es un montuno y que Gala, nuestra perrita, puede darle clases de urbanidad. En el llano ha aprendido a reconocer las voces de los animales, los murmullos del viento y los cambios de humor de la sabana.

—Pandetela debe andar por los alrededores —dijo—, ya aparecerá.

Ella es como de la familia. Cuando Abuelo la suelta, camina hacia la casa, atraída por los aromas de la cocina y de las flores en los materos. Después, ella solita regresa a su corral. En las mañanas me despiertan el canto de los tautacos y los cascos de Pandetela sobre las ramas secas.

En la casa todo era un alboroto. La vaca no estaba en los patios, en los matorrales, ni en los potreros. Nunca había ido más lejos. El viento soplaba fuerte, debajo del cielo gris. Abuelo llamó al caporal y le dijo:

—Está cantando el carrao. Trae los caballos. Es mejor que vayamos por ella. Si llueve, puede quedar atrapada en un lodazal.

Los carraos son como garzas con el cuello más corto. Abuelo me contó que ellos cantaban en la sequía para atraer a los aguaceros ¿Practicaban la danza de la lluvia, como los indios?

En el invierno cae tanta agua, que las llanuras se inundan. Parecen mares en calma, llenos de lirios. Abuelo dice que es un paisaje traicionero. A veces, los animales no pueden evitar ahogarse. Los relámpagos y los truenos eran muy fuertes. Si el agua subía mucho, la pobre Pandetela, regordeta y asustada, se vería en graves problemas para volver a casa.

¿Estaría con otras vacas o buscando miel por los algarrobos? Mejor que no se acercara a los panales. Las abejas se molestarían y la res no era tan rápida como para escapar de ellas. A mí me picó una. La mano se me puso como un níspero. Ardía como un carbón encendido. Abuelo me untó una crema que me alivió.  

Tal vez, tomaba agua en el caño. Las reses solían hacerlo allí. Era algo arriesgado porque en los caños viven los babos, que parecen caimanes pequeños. Muerden duro y dejan cicatrices feas.

Como lo imaginó abuelo, el palo de agua fue colosal. Llegó la noche. Por las ventanas entraban el croar de las ranas y el olor a tierra mojada.

Cansado de esperar al abuelo, me dormí. Soñé que él atravesaba la llanura, sobre su caballo. Este llevaba un penacho de colores en la frente. El suelo parecía una alfombra bordada con lirios sabaneros. Las estrellas brillaban como flores de plata.

Abuelo gritaba: ¡Pandetela…! ¡Pandetela…! Ella no respondía. De pronto, se escuchó un ruido y él puso atención. Eran las pisadas lentas y fuertes de la vaquita, que salía de los cañaverales. 

Hoy nos levantamos más temprano que nunca. Apenas aclaró, fuimos a buscarla. A media mañana, el calor y el cansancio nos obligó a descansar. Solo se escuchaban los trinos de los pájaros y el murmullo del río. De pronto, nos llegó un débil mugido. Abuelo comentó: 

—¡Ya sé dónde está Pandetela!

Corrimos hacia el trapiche abandonado, donde el papá de mi abuelo producía papelones y panelas. Abuelo estaba tan emocionado que pudo correr más rápido que yo. Los mugidos eran, cada vez, más fuertes.

—¡Pandeteeeela! ¿Dónde te metiste? —gritó, a toda voz.

—¡Muuuuuuu! —respondió la vaca.

Allí estaba, entre escombros y telarañas. Había seguido su instinto animal, como dice abuelo que hacen las reses. Ella buscó el sitio apropiado para parir. Limpiaba a su pequeño hijo, con su lengua de estropajo. Yo aplaudía, mientras él la acariciaba. Pandetela sólo tenía ojos para el becerro recién nacido.

Al fin, apareció y esta noche podré escuchar los cuentos de mi abuelo.

 

Olga Cortez Barbera

 

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