viernes, 10 de diciembre de 2021

Un regalo de Navidad para Lorenzo



Entre las paredes de su nuevo destino, él no lograba entender por qué estaba encerrado en una jaula. Al mirar a sus compañeros, se dio cuenta de que también sentían una tristeza, tan larga, como la corriente del río a donde lo llevaban de vacaciones. Algunos de ellos fueron atrapados en la calle; otros, abandonados por sus propias familias humanas porque, de repente, se habían convertido en mascotas ancianas o fastidiosas. No importaba que hubieran sido los seres más fieles y leales.

El día que lo echaron del cuarto entendió, con toda la pena de su corazón canino, que se habían acabado los mimos y los besitos que tanto le gustaban. Al contrario, los rechazos, desde entonces, no pararon:

—¡Aléjate de la cuna!

—¡Sal del cuarto!

—¡Bájate del mueble, que lo llenas de pelos!

Nadie le explicó que, en ocasiones, por temor o desconocimiento, los humanos tomaban decisiones poco agradables para sus mascotas. La tarde que dejó de ser el más consentido de la familia y lo mudaron al patio, porque un bebé había llegado a casa, pudo percibir que nada volvería a ser igual.

A pesar de los saltos y los ladridos de bienvenida, no lo dejaron acercarse a él, como si fuera capaz de arañarlo. Eso era propio del Michu, que deshilachaba las cortinas, antes de que se lo llevaran los vecinos. En el patio, el inseparable almohadón que arrastraba a todas partes y donde dormía, cuando los demás miraban el televisor, se convirtió en algo áspero en las noches frías de luna, o sin ella.

Tal vez, si hubiera hecho caso, las cosas habrían sido distintas, pero, la puerta estaba abierta… Y si, acaso, había un culpable, ese era el árbol de navidad. ¿Quién podía resistirse a tantas bolas a su alcance? Eran parecidas a las que le habían regalado en las épocas de su juventud, cuando a todos les encantaba jugar con él. Ahora quería una de esas. Porque la verdad era que tenía un alma de cachorro que no podía doblegar el paso de los años.

¡Vaya, qué poca fortaleza la de ese árbol! Apenas comenzó a mordisquear las bolas, ¡cataplum!, el enramado se vino al suelo con todo el guindalejo que llevaba encima. En ningún momento se le ocurrió relacionar la caída con su sobrepeso. De nada le valió correr al patio y esconderse entre los arbustos.

—¡Basta, no lo aguanto más! —exclamó el humano de la casa.

Ahora, tirado en el suelo de aquel sitio extraño, se la pasaba deseando dormir y no despertar jamás. ¡Ojalá que todas las garrapatas del mundo vinieran y lo devoraran! Sin embargo, la suerte lo acompañó. En un descuido del vigilante, ¡zas!, escapó Era la oportunidad de regresar a su añorado hogar. El patio siempre sería mejor que aquella jaula.

Corrió de un lado a otro, atravesando calles y avenidas, sin ningún resultado. Todas eran iguales para él. Al paso de las horas, se dio cuenta de que andaba perdido. Ya no era un perro joven y el olfato no le servía de mucho. Asustado y hambriento, en un callejón abandonado, se dispuso a pasar la noche.

Había llovido y los pozos de agua abundaban. La imagen en uno de ellos atrapó su atención. Estiró una pata para tocarla, pero la luna se deshizo en suaves ondas. Recordó lo que le pasó cuando quiso tocar la imagen del humano. Al escuchar la risa, se dio cuenta de que reía a sus espaldas y no en el espejo. Dio un salto a la cama para lamerle el rostro. Ahora, el humano y la luna estaban demasiado lejos. Casi se dormía, cuando escuchó un ladrido:

—¡Guau! ¿Qué te trae por aquí? —preguntó Gigantón, un perro mestizo que salió de las sombras.

—Estoy cansado y quiero dormir.

—Se nota que eres un sometido. ¡Mira nada más el collar que traes! Los de tu clase no deberían andar por estos barrios oscuros y peligrosos.

—Quiero regresar a mi casa y no puedo encontrarla.

—Si te echaron, mejor te acostumbras. Ya he conocido a varios como tú. No te preocupes, pronto aprenderás cómo es la vida en las calles.

Al principio, todo le parecía una gran aventura. La libertad no era subirse a las camas, saltar a los muebles, correr en el patio de la casa o en el parque con vallas. Para él y sus amigos, esto último era lo máximo, aunque, de vez en cuando, alguno se preguntara qué había más allá. Después, al recibir los mimos humanos, la curiosidad dejaba de tener importancia. Ahora, en compañía de Gigantón, se sentía como una guacamaya en el cielo.

A medida que pasaba el tiempo, comprendía que vivir en la calle no era fácil, empezando por la comida. Los desperdicios, cuando los encontraban, no eran comparables con las croquetas aderezadas que le daban en casa. Optó por despreciarlos. A los pocos días, los gruñidos en el estómago le hicieron cambiar de opinión.

La intemperie era un suplicio. No estaba acostumbrado a dormir en el suelo. Aún en el patio, tenía su camita acolchada. Y qué decir de los baños periódicos que lo mantenían alejado de las pulgas. Era una gran molestia tener que rascarse con frecuencia. Con todo, sucio, enmarañado y, en ocasiones, hambriento, sentía que la vida en las calles era soportable, mientras Gigantón estuviera a su lado. Una mañana, para su infortunio, no pudo despertarlo.

Solo y triste, vagaba a la par del tiempo que le hacía sentirse, cada vez, más cansado. Una tarde, vio al humano que lo había abandonado. Caminó hacia él, meneando la cola, como en los viejos tiempos. El humano apenas lo miró y subió al carro. Haciendo un gran esfuerzo corrió, tras él, un largo trecho, hasta que no pudo más. La tristeza, en sus ojos, se hizo mayor.

Una noche, (¡quién sabe cuánto tiempo después!), se sintió atraído por las luces del árbol de navidad, a la entrada de un conjunto residencial. Recordó su vida anterior y, con la sencillez de las almas caninas, deseó, no volver a un hogar donde no lo querían, si no a uno en el que pudiera descansar el peso de sus largos años. Con ese pensamiento, se durmió debajo del árbol de navidad.

Las voces y los ladridos lo despertaron. Venían de un parque cercano. A pesar del polvo por los caminos recorridos, seguía siendo un perro adorable. Le fue fácil ser aceptado. Pronto se hizo amigo de los humanos y sus mascotas. No tardaron en llevarlo al veterinario. Fue un alivio librarse de las pulgas. Lo aceptaron como a un miembro más de la urbanización.

—¿Cómo lo llamaremos? —dijo alguien.

—¿Qué les parece si le ponemos Lorenzo? —dijo otro.

Lorenzo… Volver a tener un nombre le hizo saltar de alegría. Atrás quedaba el eco del anterior y la vida ruda.

A Lorenzo le gustaba caminar por los alrededores, lucir su nuevo collar y saludar a las mascotas, cuando las sacaban a pasear. En el parque, si corría con ellas, siempre quedaba rezagado porque ya tenía la edad de los perros sabios. Disfrutaba de las caricias y las croquetas que le llevaban los vecinos.  

La Nochebuena lo encontró contemplando los balcones. Le hubiera gustado estar asomado en uno de ellos, como sus nuevos amigos, ladrando alegremente a todos los que pasaban. Estaba convencido de que eso no era posible. ¿Quién querría cuidar a un perro tan viejo?  Al rato, la luna vigilaba su sueño.

Aún el sol no salía, cuando escuchó la voz:

—Lorenzo, despierta, vamos a casa. Desde hoy, vivirás conmigo.

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Olga Cortez Barbera

 

Pixabay: Fotos Gratis

 


domingo, 31 de octubre de 2021

Una mariposa orgullosa


En la selva, a un costado de la montaña, todo era perfecto. La cascada cantaba sin parar y las flores coqueteaban con el cielo azul. Monarca, la Mariposa Real, había puesto sus esfuerzos en obtener un espacio donde sus súbditos pudieran revolotear en completa armonía. Cuando la lluvia las visitaba, era una especie de rocío que les humedecía las alas. Estas brillaban como sutiles arcoíris. En ese espacio, sólo las mariposas eran aceptadas.

Para que las cosas funcionaran, como ella deseaba, había que cumplir con ciertas normas: no traspasar los límites de esa parte de la selva, ni compartir con extraños, entre otras. Los padres aconsejaban a sus hijas, y estas, obedientes, jugaban a la ronda, entre los juncos y la flores. Las mariposas menores, como los niños, eran curiosas. A veces, descansando sobre los pétalos veían, en la distancia, las suaves colinas. Comentaban, entre ellas, que les gustaría explorar aquel mundo misterioso. La más revoltosa y atrevida, decidió averiguar.

—¡Ten cuidado! —exclamaron sus compañeras.

Sacudió sus antenas y se alejó muy contenta. Explorando aquí y jugando allá, llegó a una arboleda donde un coro de zumbidos atrajo su atención. Eran las abejas que trabajaban en su casa, un panal construido entre las ramas. La pequeña mariposa se asombró con tanto movimiento. Una abeja se acercó:

—Hola, ¿quién eres? — preguntó a la mariposa.

—¿Qué están haciendo? — le respondió ella, con otra pregunta.

—Fabricando miel para cuando llegue el invierno. ¿Quieres jugar conmigo?

—¡Claro! Me gustaría que fueras mi amiga.

Surcaron el aire hasta la orilla de un río, donde pasaron las horas retozando sin cansarse, escapando de la lengua cazadora de los sapos y haciéndoles cosquillas a las narices de los monos. La mariposa nunca se había divertido tanto. Sin embargo, al llegar el atardecer, le dijo a su amiga que era el momento de volver a casa.

—¿No puedes quedarte un poco más? —preguntó la abeja—.  Falta poco para que veas cómo la luna se mira en el río.  

—Si no me voy ahora, seguro que me llaman la atención.

La pequeña mariposa le pidió a la abeja que la acompañara. Deseaba que todas conocieran a su nueva amiga. No imaginó que tropezaría contra la voluntad de Monarca. Esta no podía permitir que las agraciadas mariposas se mezclaran, según su opinión, con la fealdad de otros insectos.

—¡Aléjala de aquí! —exclamó, mientras volaba a otro lado.

 La abeja, al ver a su amiga, avergonzada, le hizo un guiño:

—No te preocupes, ya encontraremos la forma de continuar nuestra amistad.

La mariposita era rebelde. Al amanecer, en un descuido, decidió volver a la arboleda. A excepción de la abeja reina, todas habían volado hacia las florestas. Aburrida, decidió ir al río. En el camino tropezó con una luciérnaga que aleteaba, de un lado a otro, lamentando su suerte:

— ¿Qué te sucede? —le preguntó la mariposa.

—Una verdadera desgracia. El sol secó los pantanos donde vivimos y no encuentro dónde llevar a mi familia.

La mariposa rebelde era solidaria. Sin medir las consecuencias, le ofreció ayuda: 

—Yo vivo en un campo lleno de flores. Una cascada canta a toda hora. Si te parece, pueden quedarse allí el tiempo que sea necesario.

Cuando Monarca la vio llegar con las luciérnagas, dominada por su orgullo, protestó:

—¡¿Eres tonta?! ¿Cuántas veces tengo que decirlo? ¡No estoy dispuesta a compartir mis dominios, menos con esa plaga sin gracia!

La mariposa se sonrojó. Eso no la detuvo para auxiliar a sus recientes amigas.

—Tengo una idea —les dijo.

Las llevó a la arboleda, esperando contar con la bondad de las abejas. Las luciérnagas encontraron cobijo.

A los dominios de Monarca no habían llegado los rumores de lo que sucedía al otro lado de sus fronteras. El desastre la tomó desprevenida. El clima, que hacía y deshacía a su capricho, estaba causando estragos por toda la selva. Se asustó cuando las nubes grises cubrieron el cielo, antes de estallar la tormenta. La oscuridad le impedía ver más allá de su nariz. Las flores recogieron sus pétalos para soportar lo que les venía. Monarca comprendió que podían morir de hambre y de frío.

Todas estaban aterradas. La solidaria mariposita frunció el ceño; no iba a quedarse con las alas cruzadas. Conocía bien el camino y eso le facilitaba ir en busca de ayuda. Sin pensarlo más, atravesó los aires. En la arboleda la recibieron sus amigas. La tempestad afectaba a todos los habitantes de la selva; sin embargo, no dudaron en auxiliarla. La luciérnaga se ofreció a regresar con ella.

Monarca, ocultando el miedo que casi le paralizaba las alas, las vio llegar. Quiso elevar la protesta, pero, viendo que la tormenta estaba por romper, lo pensó mejor. Si se ponía con muchos remilgos, era posible que la dejaran abandonada. Sin más, se unió al enjambre que seguía a la luciérnaga. La colita encendida era una lámpara a través de la oscuridad.

Nada más llegar a la arboleda, Monarca comenzó a sentirse bien. Comprobó que los problemas compartidos eran menores. A pesar del mal tiempo, reinaba la alegría, entre las dulces gotas de miel y el calor de la amistad. Decidió dejar al lado su orgullo y su afán de criticar a los demás:

—Si las miro bien, no son feas —se dijo—; las luciérnagas parecen estrellas, y las abejas, florecitas.

Recordó que ella, antes de ser la preciosa mariposa que era, había sido una oruga, no muy agraciada, por cierto. Extendió las alas y revoloteó como nunca antes lo había hecho. Desde entonces, no hubo amiga mejor.

Olga Cortez Barbera

 

Imagen: 123RF Con jardín de mariposas - Libre de derechos


miércoles, 20 de octubre de 2021

La casa de Tía Moma


 

Sí, la casa de tía Moma es maravillosa, pero, al oscurecer, cuando los habitantes del pueblo duermen, se sumerge en un abismo de tinieblas. Entonces, la hiedra trepa por las paredes, las arañas abandonan los escondites y los murciélagos salen de las sombras.

Durante el día la casa es encantadora. Cuando los hilos de sol se mezclan con los jirones de la madrugada y el cielo se pinta de rosado, resplandece como una estrella de colores. Sobre las tejas, las palomas picotean entre gorjeos. Por las ventanas abiertas, las cortinas parecen girasoles que juegan con el viento.

Deliciosos aromas escapan a la calle y despiertan el apetito de los niños que van a la escuela. Dicen que, si alguien pasa un dedo sobre las paredes y lo lame, siente los sabores del caramelo, la vainilla y el chocolate. Más, cuando llega la noche, todo cambia.

No existe una persona en el pueblo que pueda decir quién la construyó, ni cómo ni cuándo. De repente, un día estaba allí, hermosa y acogedora. Tía Moma llegó después. Una mañana, los vecinos la encontraron quitando las hojas secas del jardín. Para los pobladores fue como si ella viviera allí desde siempre. 

Las flores, los pájaros y los ricos aromas de la cocina comenzaron a atraer a los niños. A la gente le parecía normal que ellos, después de clases, visitaran a la dulce Tía. Se hizo costumbre que las risas infantiles recorrieran los patios y las habitaciones y que escaparan, como canarios, por las ventanas. Los enjambres de mariposas aumentaban la belleza del jardín.

El rumor llegaba a todos partes: Tía Moma poseía un sinfín de juguetes, pelotas de jugadores famosos y computadoras. Sí, aunque ella fuera una señora muy viejita. Los niños podían pasar el tiempo que quisieran navegando por Internet. Allí nada era imposible.

De pronto, comenzó a pasar algo inexplicable. Aunque el sol alumbraba como de costumbre, todo palidecía como si se cubriera de una sombra fantasmal. Los niños, sin ninguna razón, entristecían.

Los padres y los maestros comenzaron a observarlos. Así se dieron cuenta de que, cuanto más tiempo pasaban con Moma, más grande era la tristeza y más hermosa la casa. Tía Moma era una anciana cariñosa; sin embargo, había que investigar. 

En las afueras del pueblo moraba un sabio que conocía las historias de todas las casas: desde las cuevas de los cavernícolas hasta las altas edificaciones de las ciudades. La gente no dudó en acudir a él. El hombre sabio les dijo:

—Creo que es el momento de sacudirles la memoria.

Hubo un tiempo en que esa casa fue feliz. Disfrutaba de las risas de los niños, el trino de las aves y las fragancias del jardín. Se creía ajena a la soledad. Un día, sus habitantes se fueron; ella los esperó mucho tiempo.  

Cuando el jardín dejó de florecer y los pájaros se alejaron, se hundió en la melancolía. Sin poderlo evitar, puertas y ventanas se rindieron al abandono. El matorral cubrió la fachada. No era raro que la gente hiciera comentarios: “¡Qué fea se ha puesto!”, “¡Es una vergüenza para la urbanización!”, “¡Deberían derrumbarla!”

Los niños comenzaron a decir que, desde el jardín, veían ojos diabólicos a través de los cristales rotos. Tal vez, la casa estaba invadida, además de ratones, por brujas y hechiceros. Si un gato en acecho hacía crujir la hierba seca, todos escapan dando enormes alaridos:

—¡Ahhhhhhhhh, corran que nos atrapan!

La casa, antes tan bonita, apartó la melancolía para transformarse en una cáscara maléfica.

Cuando el sabio dejó de hablar, todos se miraban, asustados. Entonces, ¿cómo era que la casa lucía tan hermosa? Sólo era posible si se encontraba bajo la influencia de un hechizo. ¿Los niños sufrían algún malvado encantamiento?

—¡Vamos allá! —gritaron todos—. ¡Debemos acabar con la anciana siniestra!

Tía Moma ya no era gentil ni bondadosa.

—¡Esperen! —gritó el sabio—, debo decirles cómo enfrentarla.

Nadie lo escuchó.

Con el estruendo de voces, Tía Moma se asomó a la ventana. No mostró sorpresa. Los hizo pasar, sonriendo, más encantadora que nunca. Hombres y mujeres se maravillaron frente a las cosas que veían.

La casa les ofrecía aquellos juguetes que, en su infancia, los hicieron tan felices. En un instante, todos jugaban como niños. Entre tanto regocijo, la gente olvidó de nuevo. Tía Moma sonreía y la casa deslumbraba, como nunca. El aleteo de las mariposas pintó la tarde de colores.

Es media noche. La luna se abriga con las nubes invernales. Tía Moma juega con las mariposas en cautiverio. Cada vez son más. Qué importa que la casa esté espantosa. Será por unas horas, cuando todos duermen y no la ven, cuando todos sueñan y no la visitan. En la mañana, apenas la luz estire los brazos, liberará a las delicadas cautivas. Cada una es un trocito de alegría del pueblo. La alegría embellece. La casa nunca más estará sola. Tía Moma es el alma de la casa. Ella está feliz.

Olga Cortez Barbera

Imagen: Public Domaine


sábado, 9 de octubre de 2021

El fantasma que no podía dormir


Bubú, el fantasma que vivía en el cementerio, estaba atravesando un gran problema. No podía dormir durante el día, como acostumbraban hacerlo sus amigos. Cuando el sol sonreía a las mañanas, lo encontraba con los ojos bien abiertos, como faroles de automóvil. Mientras sus amigos volvían de sus andanzas nocturnas, cansados y somnolientos, él estiraba las piernas, después de haber dormido toda la noche.

Sucedía que Bubú era un fantasma muy travieso. En vez de asustar a la gente por las noches, como era la costumbrado, prefería invertir las horas del día en apagar las velas que encendían los visitantes, voltear las fotos de sus familiares y cambiar, de una tumba a otra, los ramilletes de flores. Ante esta situación, los visitantes se quejaban. Los vigilantes no sabían qué hacer; por más que pusieran atención, no lograban atrapar al causante de alterar la tranquilidad de aquel lugar. Bubú reía a carcajadas silenciosas.

Él no siempre fue así. Cuando vivía en el mundo de los vivos, era el alumno más estudioso de la escuela. A la hora del recreo, en vez de jugar con sus compañeros de clase, optaba por otras cosas. En el patio, le era fascinante observar a las caravanas de hormigas, a los pajaritos en sus nidos y a las inquietas mariposas.

—Seré un científico —, se decía.  

No pudo hacerlo porque tuvo que mudarse a ese lugar donde todo era demasiado tranquilo y silencioso. La verdad es que todo le resultaba muy aburrido. 

Como si eso fuera poco, la Comunidad Fantasmal tenía prohibido atravesar los límites del cementerio, antes de que la luna se asentara en el centro del cielo. Bubú se preguntaba por qué. Había olvidado su vida anterior. La curiosidad lo llevó a averiguar qué pasaba debajo de la luz del sol, más allá de las altas rejas. Tal vez, los días eran más divertidos que las noches. Y, afuera, todo pudiera ser más bonito. El sentido de investigación que tuvo en la escuela, apareció para hacerle tomar la decisión de averiguar. En la mañana, cuando vio que todos estaban durmiendo, aprovechó para escapar. Apenas llegó a la calle, se sorprendió:

—Caray, ¡cuántas personas y cuántos carros! —exclamó.

A las pocas cuadras, regresó:

—¿Eso es todo? Quizás, debí alejarme un poco más... Mañana lo haré.

Así fue. Entonces, recorrió muchas calles y avenidas. ¡Qué bonitas eran las casas y los edificios! Más adelante, vio una escuela. Se detuvo frente a la ventana de un salón de clases lleno de niños. Pensó: ¿Qué pasaría si entro y… ¡Buuuuu!, los asusto? Sonrió. Las normas fantasmagóricas eran claras: Los fantasmas sólo deben asustar en la oscuridad. Además, él era travieso; no un malvado. A media tarde, decidió regresar.

—Mañana iré más lejos.

No durmió lo suficiente. Hizo la ronda nocturna, en medio de grandes bostezos.

Apenas amaneció, volvió a irse. Volaba acompañado de una brisa fresca. Atravesó los límites de la ciudad. Desde las alturas, podía observar los verdes campos y las suaves colinas. Una bandada de aves, en sincronía perfecta, lo acompañó hasta un bosque, al pie de la montaña.

Sólo se oía el cuchicheo del viento. Bubú contempló la belleza de las flores y el colorido de las mariposas, como lo hacía antes. El tiempo se le pasó, arrullado por la cascada y el trino de los pájaros:

—Todo esto es muy lindo, pero, debo regresar.

Pronto comenzarían las rondas fantasmales y él no deseaba que notaran su ausencia. Regresó tan rápido, como su cuerpo transparente se lo permitió. Un poquito más, y no hubiera podido escapar del castigo por desobediencia.

Mientras los fantasmas andaban por la ciudad, él, sin haber pegado un ojo durante el día, cayó dormido sobre la grama. Cuando escuchó a sus amigos que estaban de vuelta, se les acercó, como si, también, él hubiera hecho lo mismo. Al amanecer, mientras todos dormían, Bubú estaba completamente despierto:

—Puedo irme tranquilo.

Volvió al bosque. Unos niños jugaban y otros subían las laderas de la montaña. Se alejó de ellos. Llegó a un riachuelo. El aroma de los eucaliptos le cosquillaba la nariz. Le gustó la calma del entorno.

—¡Me quedaría aquí, eternamente! —exclamó, después de un profundo suspiro.

Las risas llamaron su atención. Eran unos niños que lanzaban piedras a un nido. Los pajaritos no sabían qué hacer. Bubú sintió que se erizaban los vellos de su piel traslúcida. Tengo qué hacer algo al respecto, pensó.

—Buuuuuu… Buuuuu…

Nadie lo oyó.

Buuuuuu… Buuuuu…

Tampoco. Recordó que, por muy fuerte que lo hiciera, no lo escucharían. La ley fantasmagórica era así: A la luz del día, los fantasmas pierden su poder. ¿Qué podía hacer, entonces? Los niños se alejaron.  

—Espero que no regresen —dijo, en un susurro.

Los pajaritos lo escucharon.

—Por poco tiempo, siempre vuelven. Todos, en el bosque, vivimos asustados.

Bubú se quedó pensando. Si pedía ayuda a la Comunidad Fantasmal, lo castigaban por indisciplina…Si no, los niños terminarían por lastimarlos. Llegó al cementerio, sin haber dormido. Sin embargo, esa noche no pudo cerrar los ojos.

Pasó el día deambulando, como zombie. La preocupación no lo dejaba tranquilo. Los pobres pajaritos seguirían sufriendo. Decidió hablar con el Anciano Venerable de los Fantasmas. Después de escucharlo, el Anciano dijo:

—Otro día, te diré cuál va a ser tu castigo. Por ahora, hay que auxiliarlos. Los fantasmas tenemos un secreto que nos permite ayudar a las criaturas indefensas.

Se lo dijo al oído y continuó:

—Sólo debes aprender a usar ese poder. El "Buuuu… Buuuu…" es para otras ocasiones. ¡Ve y que te guíe tu buena intención!  

Llegó a tiempo. Los niños afinaban la puntería. Lanzaron las piedras y nadie atinó. Asombrados, vieron como el nido saltaba de una rama a otra. Lo intentaron otra vez. El nido volvió a elevarse. 

—¿Vieron eso? —preguntó uno.

El bravucón, haciendo gala de valentía contestó:

—¿Qué? Yo no he visto nada.

Volvieron a tirar. Ahora, en vez de otra rama, el nido cambió de árbol.

—El bosque como que está embrujado… —dijeron.

Se miraron unos a otros antes. El primero en correr, fue el bravucón:

—Mamáaaaaaa………

El fantasma y los pajaritos reían a carcajadas. Bubú tomó el nido y lo regresó a su lugar.

Todos se enteraron de lo que pasó. Los niños dejaron de atacar a los pájaros del bosque. Bubú estaba muy contento por la misión cumplida y pudo dormir cuando le correspondía. La Comunidad Fantasmal lo felicitó su noble acción. ¿El castigo? Ninguno. El fantasmita no dejó de experimentar nuevas aventuras, siempre con el permiso del Anciano Venerable.

Olga Cortez Barbera

Imagen: Freepik - Vector gratis

 

sábado, 2 de octubre de 2021

Mi pequeña orejona

 










Mi pequeña orejona está durmiendo,

mientras cuento, una a una, las estrellas;

ella vaga por los prados de sus sueños

y yo agradezco la suerte de tenerla.

 

Es un ovillo bicolor sobre la almohada,

hilos de seda cubren sus orejas;

la trompita, de pecas va adornada

y la dulzura reposa en su cabeza.

 

Por unas horas andará algo perdido

el torrente de sus locas travesuras,

¿Es que acaso el sueño le ha escondido

el morral con todas sus diabluras?

 

Ángel Guarda de los canes, ¿qué le has dado?,

mi pequeña se ha apartado de sus juegos;

y no siente que la beso y la acaricio,

¿por andar correteando a un conejo?

 

Tal vez, sueña con los bosques de Inglaterra,

que retoza por las campiñas francesas,

sin permiso, ¿ha entrado a un palacio

y, al verla, le sonríe una princesa?

 

¿Quiere irse tras las huellas de los celtas

que predicen sus mañanas en las runas?,

¿o un gnomo la invita a un arco iris,

o a donde juegan las liebres con la luna?

 

¿Sigue dormida porque quiere demorar,

por un tiempito, su impuesta realidad?

Ella sabe que, aunque cuenta con mi amor,

no dispone de completa libertad.

 

¿Le recuerdan los señores de los bosques

la esencia que heredó de sus ancestros?

¿Es, por eso, que sueña cada noche,

con cruzar, sin escolta, el campo abierto?

 

En los sueños, muchas leguas, puede andar

sin correas ni arneses que la aten,

en sus sueños ella es libre de explorar

madrigueras, riachuelos y pastizales.

 

Linda noche de estrellas y luceros,

la miro y la vuelvo a mirar,

yo quisiera acompañarla en los sueños

donde nada con caballitos de mar.

 

¡Qué profundo su ronquido acompasado!

Sigue, pequeña, jugando con conejos,

no romperé tu universo de ilusiones,

aunque cerca, yo te sienta algo lejos.

 

No me queda nada más que imaginar

que cazo, una a una, las estrellas

para que hagan una ronda, cada noche, 

alrededor de los sueños de mi Bella.


Olga Cortez Barbera


miércoles, 29 de septiembre de 2021

Los dulces secretos de mi Abuelo


 

Cuando vamos de visita, la curiosidad me lleva al cuarto de mis Abuelos. Como siempre ando tras las huellas de la magia y del misterio, Abuelo sale a mi encuentro para contarme sus aventuras.

Su cuarto es una caja de sorpresas. Está lleno con las cosas que él trajo de sus largos viajes: desde una lupa que sirve para mirarle el ombligo a las libélulas, hasta una armónica que, en vez de melodías, le saca carcajadas al viento.

Con tantos adornos la habitación parece una quincalla. Huele a colonia y a libros. Es una mezcla rara que a mí me gusta. Aunque la ventana siempre está abierta, el olor flota entre las paredes y se apodera de los rincones.

Beso a mis Abuelos y les digo que mis Padres están afuera. Abuela termina de alisar los pliegues de las almohadas, y Abuelo, como siempre, abre una gaveta. Revisa y revisa, mientras yo me impaciento, pero después me premia con una deliciosa golosina.

 A mí me fascina el dulce, y a él también, tanto como le gusta hablar de sus aventuras. Entre ricos bombones o tabletas de chocolate, me pide que las guarde en secreto para que nada les quite su encanto. En el calor de su habitación o entre el aroma de las flores del corredor, usa una voz misteriosa para comenzar.

 Abuelo dice que la memoria le está fallando y que, por eso, necesita su viejo sombrero de copa. Lo toma de un estante y mete la mano en él. En vez de conejos tiernos y pañuelos anudados, saca como por encanto sus coloridos recuerdos.

Su primer amor fue una ninfa que conoció cuando pescaba en el mar. Le atrajeron las ondas de sus cabellos dorados y la sonrisa de perlas finas. Se enamoraron a primera vista y, como no hablaban el mismo idioma, se juraron amor eterno entre señas y susurros.

Ella quiso huir con él. Las ninfas no deben abandonar su hogar de aguas profundas. Cuando el Rey Neptuno se enteró, de inmediato, la castigó. Ahora está encerrada en la caracola rosada que descansa sobre la mesa de noche. Abuelo dice que, si la pego a mi oreja y pongo suficiente atención, además del rumor de las olas, puedo oírla cantar.   

Cuando Abuela lo supo, después de escuchar detrás de la puerta, apareció con las cejas juntas y las manos en las caderas. Creo que se disgustó o le dio un ataque de celos, porque sólo le oímos decir:

 —Manuel Felipe…, Manuel Felipe… —, mientras movía la cabeza como diciendo que no. Abuelo la miró a los ojos y le regaló una de sus amplias sonrisas.

En uno de sus fantásticos viajes conoció al Gran Houdini, un escapista famoso al que todos querían ver. Encerrado en grandes baúles o atado en camisas de fuerza, usaba su magia para escapar de nudos y candados. 

Después de una fila infinita, Abuelo compró el boleto y entró, muy feliz, al teatro. El salón estaba tan lleno que ni la brisa podía pasar. Cuando Houdini apareció en escena, el murmullo se derramó. Y cuando comenzó el acto, todos hicieron silencio.

 Mientras el escapista era atado de la cabeza a los pies, al público se le escapaba el aliento. Colgado como un murciélago y dentro de un tanque de agua, pudo salir victorioso en menos de diez suspiros. Los “¡Bravo!” y los aplausos fueron tan inmensos, que todos pudieron sentir cómo temblaba el recinto.

Houdini pidió que otro hiciera lo mismo. Abuelo, que era atrevido y le gustaban los retos, corrió hacia el escenario, mientras se le ocurría una idea. Comenzó a tomar aire, a tomar aire y a tomar más aire. Los pulmones se les volvieron tan anchos como los de un elefante. Nadie se dio cuenta.

Después de que fue amarrado, se sintió como una salchicha a punto de reventar. Sólo le dieron treinta segundos. Abuelo expulsó el aire y, una vez desinflado, se deslizó fácilmente entre mecates y aplausos.

Salió bien de la prueba. El escapista, satisfecho, lo invitó a su camerino. Allí, como dos grandes amigos, conversaron largamente, en tanto disfrutaban de un exquisito té de La India. Al despedirse, Houdini le regaló los mecates que usó en la actuación. Ahora cuelga, de estos, una colorida hamaca de colores.

A mi Abuela Claudia la conoció cuando él daba un concierto de piano en casa de los Colmenares. Era tan hermosa y delicada, que creyó que era un ángel. Cuando ella lo escuchó, sonrió y lo sacó de su error:

—Yo no vengo del cielo, señor. Vivo en un pueblo cercano.

El Abuelo toca varios instrumentos musicales. Por eso, puede convertirse en un hombre orquesta, como cuando cantaba serenatas a la Abuela bajo el titilar de las estrellas. En esas ocasiones, los familiares pedían sus canciones favoritas. Al final, todos terminaban contentos y el Abuelo muy cansado; también, muy contento.  

En un rincón del cuarto él tiene un cofre antiguo. Allí se encuentran guardados mapas de piratas y botellas con mensajes. La llave está extraviada. Me prometió que, cuando ésta aparezca, nos iremos a una isla para desenterrar los tesoros que aún no han sido descubiertos.

El otro día hizo un mapa para mí. Con él debía encontrar mi regalo de cumpleaños: un lindo jardín de mariposas. Sin esperar un instante, comencé a buscarlo. En cada sitio marcado me esperaba un caramelo, una chupeta, un bombón. Al final, con dulces en los bolsillos y las manos manchadas de tierra, lo encontré medio oculto entre unas matas de lirios.

Encerrado en un cilindro está mi jardín con cientos de mariposas. Es un caleidoscopio que, al darle vueltas, muestra alas de múltiples colores. Abuelo dice que se lo compró a un sultán que, en vez de mirar por las ventanas del tren, se entretenía con él.

A mi Abuelo no le fue fácil convencerlo. Sin embargo, al final, el sultán se lo vendió. Mientras yo me divertía jugando con mi regalo, él aprovechaba para pellizcar mis golosinas.

A los dos nos gustan los dulces, ya lo dije. Los chocolates son nuestros preferidos. A veces, mientras los devoro, él sólo toma un pedacito. Creo que le gusta conservar su figura. En una oportunidad, que los comió demasiado, engordó como un balón.

¿Cuándo? En su último viaje, cuando atravesó el Océano Pacífico. El cielo oscureció y se desató una fuerte tormenta. Las olas crecían, mientras el barco se bamboleaba. El mástil parecía a punto de desplomarse y los marineros no encontraban qué hacer. Abuelo y el Capitán, temiendo lo peor, decidieron unir sus esfuerzos.

Los pasajeros fueron guiados a las balsas que, una vez llenas, se alejaron lentamente. Después de que la tripulación quedó acomodada y a salvo en la última balsa, notaron que había espacio para una persona más.

Abuelo miró a lo lejos y le pareció ver una isla. No se equivocó. Se lanzó al agua y le dio la oportunidad al Capitán. No podía permitir que el buen hombre se hundiera en el mar. Joven y soltero, a mi Abuelo no lo esperaba ni siquiera una mascota; al Capitán lo esperaban su esposa y ocho hijos que mantener.

Una vez en las aguas, usó sus fuerzas para llegar a la playa. Nadó y nadó muchas horas, sin descansar. Y cuando llegó la noche y las energías se le acabaron, flotó como una boya perdida en medio de la nada. Al amanecer, muerto de hambre y de sed, vio una tortuga gigante. Haciendo un último esfuerzo, subió a ella y se durmió.

Cuando despertó, se encontró sobre la arena más blanca que hubiera visto. El agua del mar era clara y no había nadie alrededor. Estaba, según supo después, en una de las Islas Fiji, que quedan, según creo, al otro lado del mundo.

Tres días más tarde, cansado de comer pescado crudo y tomar agua de coco, obervó que unas cajas flotaban sobre las olas. Fue por ellas y las acomodó sobre la arena. Tal vez, tienen alimentos, pensó  

No pudo haber sido mejor. Estaban repletas de lo que más le gustaba: chocolates de todos los tipos y de distintas partes del mundo. Los guardó debajo de unas palmeras para que los rayos del sol no los derritieran. Esperaba permanecer, en la isla, el tiempo suficiente para acabar con todos.

Comía, comía y comía, cada vez que le provocaba. El olor del chocolate era tan delicioso, que las aves comenzaron a acercarse. Abuelo les lanzaba trocitos y ellas, muy contentas, se los llevaban en el pico.

El chocolate le dio tanta energía que pudo construir un castillo de bambú. Él asegura que existe todavía, y que desde sus terrazas la luna se ve más cerca y las estrellas brillan más. Por las ventanas se cuela la brisa fresca y el suave rumor de las olas. Allí dejó una colección de corales que algún día iremos a buscar.

Cuando se convenció de que nadie lo rescataría, quiso construir una balsa para regresar. No hubo necesidad. Mientras trabajaba en la playa, algo llamó su atención: el extraño canto de unos hombres que paseaban sobre canoas. Abuelo gritó y les hizo señas. Ellos lo vieron y no dudaron en acercarse.

Eran los nativos de una isla próxima, vestidos con faldas estampadas de fascinantes colores. Su lenguaje era extraño, pero abuelo pudo entender que podía ir con ellos. Le dejaron en puerto seguro y, ya en casa, habló mucho tiempo sobre su naufragio, hasta que se casó con Abuela y se dedicó a educar a sus hijos.

Mi abuelo no es de sangre corriente, menos de sangre azul. Dice que de tanto comer chocolates, por sus venas corre un río meloso y marrón. A veces, cuando lo veo dormido, quiero pincharlo con un alfiler. Tal vez brote, de su piel, una fuente de chocolate. Si lo hago, puedo revelar uno de sus secretos, y yo prometí no hacerlo sobre el libro de los juramentos.

Anoche, no sé por qué, dejó de hablar y se asomó a la ventana. Miraba el cielo, mientras yo me divertía con las castañuelas, esas que cantan solas para que no se acerquen las tristezas. Cuando me cansé, le pregunté:

—Abuelo, ¿por qué cuentas estrellas?

—No cuento estrellas… Sólo cuento recuerdos —contestó.

Se alejó de la ventana, tomó de nuevo su sombrero de copa y, como en un acto de magia, sacó dos deliciosos bombones. Nos los comimos en silencio, sonriendo con picardía, para compartir, otra vez, el dulce secreto de una nueva aventura.

 

Olga Cortez Barbera

 

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