Entre las paredes de su nuevo destino, él no lograba entender
por qué estaba encerrado en una jaula. Al mirar a sus compañeros, se dio cuenta
de que también sentían una tristeza, tan larga, como la corriente del río a donde
lo llevaban de vacaciones. Algunos de ellos fueron atrapados en la calle;
otros, abandonados por sus propias familias humanas porque, de repente, se
habían convertido en mascotas ancianas o fastidiosas. No importaba que hubieran
sido los seres más fieles y leales.
El día que lo echaron del cuarto entendió, con toda la pena de
su corazón canino, que se habían acabado los mimos y los besitos que tanto le gustaban.
Al contrario, los rechazos, desde entonces, no pararon:
—¡Aléjate de la cuna!
—¡Sal del cuarto!
—¡Bájate del mueble, que lo llenas de pelos!
Nadie le explicó que, en ocasiones, por temor o desconocimiento,
los humanos tomaban decisiones poco agradables para sus mascotas. La tarde que
dejó de ser el más consentido de la familia y lo mudaron al patio, porque un
bebé había llegado a casa, pudo percibir que nada volvería a ser igual.
A pesar de los saltos y los ladridos de bienvenida, no lo
dejaron acercarse a él, como si fuera capaz de arañarlo. Eso era propio del Michu,
que deshilachaba las cortinas, antes de que se lo llevaran los vecinos. En el
patio, el inseparable almohadón que arrastraba a todas partes y donde dormía, cuando
los demás miraban el televisor, se convirtió en algo áspero en las noches frías
de luna, o sin ella.
Tal vez, si hubiera hecho caso, las cosas habrían sido distintas,
pero, la puerta estaba abierta… Y si, acaso, había un culpable, ese era el árbol
de navidad. ¿Quién podía resistirse a tantas bolas a su alcance? Eran parecidas
a las que le habían regalado en las épocas de su juventud, cuando a todos les
encantaba jugar con él. Ahora quería una de esas. Porque la verdad era que tenía
un alma de cachorro que no podía doblegar el paso de los años.
¡Vaya, qué poca fortaleza la de ese árbol! Apenas comenzó a
mordisquear las bolas, ¡cataplum!, el enramado se vino al suelo con todo el
guindalejo que llevaba encima. En ningún momento se le ocurrió relacionar la
caída con su sobrepeso. De nada le valió correr al patio y esconderse entre los
arbustos.
—¡Basta, no lo aguanto más! —exclamó el humano de la casa.
Ahora, tirado en el suelo de aquel sitio extraño, se la pasaba
deseando dormir y no despertar jamás. ¡Ojalá que todas las garrapatas del mundo
vinieran y lo devoraran! Sin embargo, la suerte lo acompañó. En un descuido del
vigilante, ¡zas!, escapó Era la oportunidad de regresar a su añorado hogar. El
patio siempre sería mejor que aquella jaula.
Corrió de un lado a otro, atravesando calles y avenidas, sin
ningún resultado. Todas eran iguales para él. Al paso de las horas, se dio
cuenta de que andaba perdido. Ya no era un perro joven y el olfato no le servía
de mucho. Asustado y hambriento, en un callejón abandonado, se dispuso a pasar
la noche.
Había llovido y los pozos de agua abundaban. La imagen en uno de
ellos atrapó su atención. Estiró una pata para tocarla, pero la luna se deshizo
en suaves ondas. Recordó lo que le pasó cuando quiso tocar la imagen del humano.
Al escuchar la risa, se dio cuenta de que reía a sus espaldas y no en el espejo.
Dio un salto a la cama para lamerle el rostro. Ahora, el humano y la luna
estaban demasiado lejos. Casi se dormía, cuando escuchó un ladrido:
—¡Guau! ¿Qué te trae por aquí? —preguntó Gigantón, un perro
mestizo que salió de las sombras.
—Estoy cansado y quiero dormir.
—Se nota que eres un sometido. ¡Mira nada más el collar que
traes! Los de tu clase no deberían andar por estos barrios oscuros y
peligrosos.
—Quiero regresar a mi casa y no puedo encontrarla.
—Si te echaron, mejor te acostumbras. Ya he conocido a varios
como tú. No te preocupes, pronto aprenderás cómo es la vida en las calles.
Al principio, todo le parecía una gran aventura. La libertad no
era subirse a las camas, saltar a los muebles, correr en el patio de la casa o
en el parque con vallas. Para él y sus amigos, esto último era lo máximo,
aunque, de vez en cuando, alguno se preguntara qué había más allá. Después, al recibir
los mimos humanos, la curiosidad dejaba de tener importancia. Ahora, en
compañía de Gigantón, se sentía como una guacamaya en el cielo.
A medida que pasaba el tiempo, comprendía que vivir en la calle
no era fácil, empezando por la comida. Los desperdicios, cuando los
encontraban, no eran comparables con las croquetas aderezadas que le daban en
casa. Optó por despreciarlos. A los pocos días, los gruñidos en el estómago le
hicieron cambiar de opinión.
La intemperie era un suplicio. No estaba acostumbrado a dormir en el suelo. Aún en el patio, tenía su camita acolchada. Y qué decir de los baños periódicos que lo mantenían alejado de las pulgas. Era una gran molestia tener que rascarse con frecuencia. Con todo, sucio, enmarañado y, en ocasiones, hambriento, sentía que la vida en las calles era soportable, mientras Gigantón estuviera a su lado. Una mañana, para su infortunio, no pudo despertarlo.
Solo y triste, vagaba a la par del tiempo que le hacía sentirse,
cada vez, más cansado. Una tarde, vio al humano que lo había abandonado. Caminó
hacia él, meneando la cola, como en los viejos tiempos. El humano apenas lo
miró y subió al carro. Haciendo un gran esfuerzo corrió, tras él, un largo trecho,
hasta que no pudo más. La tristeza, en sus ojos, se hizo mayor.
Una noche, (¡quién sabe cuánto tiempo después!), se sintió
atraído por las luces del árbol de navidad, a la entrada de un conjunto
residencial. Recordó su vida anterior y, con la sencillez de las almas caninas,
deseó, no volver a un hogar donde no lo querían, si no a uno en el que pudiera
descansar el peso de sus largos años. Con ese pensamiento, se durmió debajo del
árbol de navidad.
Las voces y los ladridos lo despertaron. Venían de un parque
cercano. A pesar del polvo por los caminos recorridos, seguía siendo un perro adorable.
Le fue fácil ser aceptado. Pronto se hizo amigo de los humanos y sus mascotas.
No tardaron en llevarlo al veterinario. Fue un alivio librarse de las pulgas. Lo
aceptaron como a un miembro más de la urbanización.
—¿Cómo lo llamaremos? —dijo alguien.
—¿Qué les parece si le ponemos Lorenzo? —dijo otro.
Lorenzo… Volver a tener un nombre le hizo saltar de alegría. Atrás
quedaba el eco del anterior y la vida ruda.
A Lorenzo le gustaba caminar por los alrededores, lucir su nuevo
collar y saludar a las mascotas, cuando las sacaban a pasear. En el parque, si corría con ellas, siempre quedaba rezagado porque ya tenía la edad de
los perros sabios. Disfrutaba de las caricias y las croquetas que le llevaban
los vecinos.
La Nochebuena lo encontró contemplando los balcones. Le hubiera
gustado estar asomado en uno de ellos, como sus nuevos amigos, ladrando
alegremente a todos los que pasaban. Estaba convencido de que eso no era
posible. ¿Quién querría cuidar a un perro tan viejo? Al rato, la luna
vigilaba su sueño.
Aún el sol no salía, cuando escuchó la voz:
—Lorenzo, despierta, vamos a casa. Desde hoy, vivirás conmigo.
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Olga Cortez Barbera
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