lunes, 5 de diciembre de 2022

A Samantha

 


La niña que juega

en los jardines de mi corazón

 

Esta radiante mañana

le he pedido a un mago

que vaya hasta Cartago

y mire por la ventana;

con mejillas de manzana

y manitas de colibrí,

no se cansa de sonreír

mi sobrinita graciosa,

grácil como mariposa,

por su cumpleaños feliz.


El mago deja su cueva,

él corre a cumplir su misión

y pide a su búho ojón

que lleve de las jardineras

capullos de primavera

para que cada mañana,

bajo las nubes rosadas,

gordas y aletargadas, 

vea mi niña bonita,

grandes, medianas, chiquitas,

las flores por su ventana.


El mago llega dispuesto

a sacar del viejo morral

su esfera de claro cristal

que nunca tiene secretos;

por eso le cuenta contento

lo que ella debe saber:

el Universo tiene el deber

de darle cosas hermosas, 

como botones de rosas,

en tanto la mira crecer.


El mago ha contratado 

una comparsa de estrellas

porque con esas centellas,

burlones y despeinados,

se irán los gnomos malvados,

a buscar piedras preciosas

entre cavernas rocosas,

mientras mi linda sobrina

pide a su hada madrina

soñar con cosas hermosas.


Tiene el mago barbado

raros bombones de luna

que nadan en la laguna

de los ensueños dorados.

Mágico y encantado,

el mago, por la ventana,

le deja uno en la almohada

para llenar de alegría

las más dulces fantasías

de mi sobrinita amada.


El mago se va contento,

después de dar su hechizo,

salir de su compromiso

y lanzar su noble decreto:

Quiero que todo momento,

ella lleve en su corazón

malvaviscos de miel y de sol,

para que sea, por siempre,

la sobrinita alegre 

y tierna como un gorrión.


 

Olga Cortez barbera


jueves, 3 de noviembre de 2022

Kantín Coleo




 

Mi Abuela Carmen dice que mi Abuelo José Leonardo tiene algo de poeta, bohemio, loco y soñador. Cuando él se sienta sobre su piedra preferida para contemplar el mar, lo imagino con su uniforme blanco, timoneando el barco de los pensamientos sobre las olas de los recuerdos. Creo que le inventa poemas a mi Abuela y sueña con perderse por las calles empedradas de las ciudades italianas que un día conoció. Mis primos, mi hermano y yo, que siempre andamos a la caza para jugar con él, respetamos ese momento.

Abuelo cuenta que él era Oficial de la Marina Mercante. Allí pasó muchos años. Tal vez, un trozo de su corazón, como un banderín rojo y palpitante, ondea en lo alto de un mástil. No pierde la esperanza de atravesar, otra vez, los mares profundos. Podrá pasear por los malecones de lejanas costas, en compañía de sus compañeros de fragata, a los que llama “la vieja pandilla”.

Siente un amor especial por todo lo relacionado con el mar. Por eso, sus primeras hijas se llaman Selva Marina y Carmen Marina. A la tercera, la nombraron Rosa Mercedes, porque Mercedes significa agradecimiento. Y mis abuelos estaban muy agradecidos por su venida. A la cuarta, Ana Karina; según él, era lo mismo que Ana graciosa. Así se llama la hija de un gran amigo que conoció en Grecia.

Cuando comenzaron a llegar los nietos, regresó la antigua manía. Por los varones no. Le parecía horrible llamarlos Leonardo Marina, Douglas Marina o cualquier otra combinación que se le viniera a la mente. Pero, por sus nietas… “¡Ojalá lleguen decenas!”, exclama. Hasta ahora sólo tiene dos: Rosa Marina, la mayor, y yo, Daniela Marina. Si no es por mi abuela, me hubiera llamado Luna Marina, Cometa Marina o quién sabe qué otro nombre. Porque a Abuelo también le atrae “el enigmático cielo”.

Dice que sus hijos son el mayor regalo que ha recibido de la vida y que, por ellos, posee el valioso tesoro de sus nietos. Ni el oro ni las piedras preciosas pueden hacerlo más feliz. Los ojos le brillan cuando juega con nosotros. Y sonríe con picardía cuando nos asegura que fueron los pelícanos, no las cigüeñas, los que nos trajeron a este mundo.

Como ya lo dije, además del mar, abuelo siente fascinación por el cielo. En las noches oscuras y estrelladas, nos enseña a distinguir las constelaciones. El rumor de las olas adormece a mis primos Douglas Leonardo y José Enrique. En cambio, mi hermano Douglas Enoc, mi prima Rosa Marina y yo prestamos mucha atención. Nos señala donde viven Casiopea y Andrómeda, nos cuenta que la Osa Menor siempre sigue a la Osa Mayor para no perderse en el espacio, y que los signos del zodíaco influyen en la personalidad de los humanos. Mi prima salta de alegría porque puede verlos a todos. Yo no porque siempre olvido los anteojos.

Termina la lección de astronomía y Abuelo se da cuenta de que estamos cansados. Despierta a los que se han dormido y, en fila india, regresamos a casa. Desde lejos, escuchamos la música que suena a todo volumen.

Abuelo comenta que cuando conoció a mi Abuela, su alma bohemia quiso resistirse a sus encantos. Pero, era tan dulce y tan hermosa que no le importó, al poco tiempo, renunciar al mar de sus aventuras. Además, había llegado la hora de “poner los pies en tierra firme y formar una familia”.

Abuela quería casarse con un hombre que compartiera con ella todos los días, y no con uno que anduviera, de puerto en puerto, dejando corazones rotos. De nada le sirvió visitarla con el uniforme de la naval, derrochando elegancia y romanticismo. Supo que debía abandonar sus deseos de aventuras.

Se casaron un lindo atardecer. Desde entonces, comenzaron a tejer los mismos sueños. Además de la vivienda familiar, construyeron esta casa en la playa, que se fue llenando de hijos y de nietos. Por supuesto, para Abuelo no había otro lugar mejor para pensar, que sobre una roca frente al mar. Ahora las vacaciones las pasamos en esta casa hecha, como dice Abuela, con cemento y amor.

Además de marinero, abuelo dice que le hubiera gustado ser soldado. Si tuviera la edad apropiada, con fusil al hombro, recorrería la frontera, de punta a punta, pasando de La Gran Sabana al Matto Grosso, que son unas selvas húmedas, según su opinión, de extraordinaria belleza.

—¿Por qué no organizas una excursión y nos llevas a todos? —preguntamos.

—¿Con ustedes, tan revoltosos? No tiene chiste —contesta.

Creo que por sus venas corre sangre militar. Mientras los adultos conversan, él nos llama para jugar a la milicia. Salimos goteando de la piscina y Douglas Enoc me dice al oído:

—Prepárate, llegó la hora de la diversión.

A Abuelo le encanta ponernos sobrenombres. Por ejemplo, a mí me dice Jeina sin Cojona, porque cuando era más niña me disfrazaron de reina y perdí la corona en el camino. Y como no sabía pronunciar la R dije, muy enojada: ahoja padezco una jeina sin cojona.

El adiestramiento militar es algo muy serio. En silencio, esperamos las instrucciones. Abuelo, camina con las manos en la espalda y pasa revista:

—¡Ateeeención!… Jeina sin Cojona… Rosa Metralla… Caaaatire… Poooototo… Olafo el Amargado… Ahora… ¡Marchen! Un, dos… un, dos…un, dos.

En perfecta formación, salimos de la casa y le damos la vuelta a la manzana. Otros niños se unen y la práctica se hace más divertida. Cuando regresamos, terminamos la faena arrastrándonos, como reptiles, sobre la hierba. Al final, somos un ejército camuflado, con hojas y lodo.

Al anochecer, la jauría de zancudos nos hace alejarnos del patio. Abuelo prefiere quedarse con nosotros que ver televisión con los demás. Antes de irse a su habitación, les pedimos que nos cuente historias de horror que, después, no nos dejan dormir.

—Dejen a su abuelo tranquilo —nos ordena Abuela Carmen—cuando piensa que ya es suficiente.

Pero, él le sonríe:

—Déjame un poco más con ellos.

Él ha visitado los lugares más fantásticos del mundo. Estuvo en Cabo de Buena Esperanza, que queda al sur de África. Allí escapó de un tiburón blanco, cuando nadaba en el mar, tratando de atrapar una foca que quería llevar a su casa. Al final, recordó que las mascotas preferidas de Abuela son los perros.

Una vez, atravesó el Triángulo de las Bermudas, donde dicen que han desaparecido barcos y aviones. El cielo se abrió en cien rayos y se desató una terrible tormenta. El barco fue absorbido por un remolino. Por fortuna, su gran experiencia dominó el timón y pudo salir a salvo.     

Se cubre de nostalgia cuando habla de Amberes, Marsella, Mar del Plata, Estambul y otros lugares que no recuerdo el nombre. “Ojalá ustedes tengan la oportunidad de viajar por el mundo, como hice yo”, dice y sigue nombrando países que sólo he visto, cuando acompaño a Abuela, en los programas de televisión por cable.

A veces, cuando más concentrados estamos en sus fantásticas historias, salta repentinamente de la silla y grita:

—¡Lechuza, Pachucha!

Es su grito de guerra, su voz de mando: ¡A la carga! Nos levantamos, corremos, gritamos y reímos. Hacemos tanto ruido, que mi Abuela susurra:

—Cállense, por favor, ¿no ven que van a despertar a los vecinos?

Abuelo parece un niño más. Se encorva, sacude una mano y pone la otra en la boca para ocultar sus ganas de reír. Luego, como el más obediente del grupo, guiña un ojo y dice:

—Su abuela tiene razón, vamos a dormir.

No es raro que, a los pocos minutos, aparezca en nuestro cuarto, cubierto con una sábana blanca y agitando los brazos. El terror, verdadero o no, nos hace gritar, como unos endemoniados, mientras él, con una voz de ultratumba, murmura:

 —Madame Kalalúuuuuu, apaga la vela y prende la luuuuuz.

Todo con el abuelo es divertido. Pero lo que más nos gusta es el Kantín Coleo, que es algo así como jugar a hacerse el desentendido. Él nos quita cualquier cosa, y nosotros lo perseguimos para que nos las devuelva. Como cuando jugamos con la pelota. Se acerca, como un felino en acecho, mientras nosotros fingimos no darnos cuenta.

De pronto, grita:

—¡Kantín Coleo!

Captura la pelota en el aire y corre con ella hasta que, en cambote, lo rodeamos para que nos las devuelva. Es realmente fantástico tener un abuelo como él.

La otra tarde lo oí conversar con Abuela:

—Carmencita —dijo él—, el día que me vaya de este mundo, di a tus hijos que esparzan mis cenizas sobre el mar. Las olas viajan lejos. Así podré pasear de nuevo por mis puertos añorados.

—No hables así, viejo —contestó ella, algo triste—, aún falta para eso.

Espero que tenga razón porque, cuando yo crezca y tenga hijos, me gustaría que él también jugara con ellos.

Abuelo está sentado en la piedra de siempre. Tiene bastante tiempo distraído. Creo que su mirada viaja más allá del horizonte. Todos estamos impacientes. Queremos jugar con él. Douglas Enoc me hace señas con las manos y los demás se acercan poco a poco. Parecemos un comando en acción. Lo vamos a tomar por asalto. Abuelo se da cuenta y se hace el bobo. Aunque solo le vemos el perfil, podemos ver un pedacito de su sonrisa. No aguantamos más y gritamos:

—¡Kantín Coleo!

No le quitamos nada, sólo lo apartamos de sus recuerdos. Ahora es nuestro turno. Corremos y él nos persigue. Sabemos que no le importa dejar de soñar por un rato. Somos sus nietos. Como él dice: Para navegar por las aguas de la nostalgia hay otros momentos. Ahora, ríe feliz. Así es él. Cuando nos alcance, recibirá todo nuestro amor y la promesa secreta de que nunca lo olvidaremos. 

 

Olga Cortez Barbera

 

Pixabay: Dibujo gratis

jueves, 13 de octubre de 2022

A Enoc Alexander












Sobrino nieto amado





Mi niño toma la fruta

con manos de golondrinas,

deditos que están mojados

con néctar de mandarina.


Por la ventana, la luna

le mira morder los gajos

más dulces que el de los frutos

que brotan de los naranjos.


La luna lo está mirando, 

mi niño está contento

porque la luna, esta noche,

le contará lindos cuentos.


Se contornea el viento

que entra por las ventanas,

anhela jugar mi niño

con la lunita gitana.


Le están diciendo los astros,

desde el cielo sereno,

que puede jugar con ella

en el jardín de los sueños.


Besitos de mandarina,

sonrisas de caramelo,

mi niño escolta a la luna

por los senderos del cielo...













Olga Cortez Barbera





jueves, 21 de julio de 2022

La niña de mi escuela



¡Esa niña es insoportable! ¡Es un trozo de pepino! No entiendo por qué me persigue, como si no existiera nada más en su vida. Me dan ganas de dejarla con la palabra en la boca para que sepa que la detesto. Mamá dice que debo ser educado. Por eso, entro al salón de clases, fingiendo que no la oigo, feliz por alejarme ella. Hoy debería sentirme muy bien porque no vino... No sé, creo que me está pasando algo muy raro.  

Parece que le gusto mucho porque soy diferente a los demás. A mis amigos les encantan las zalamerías. A mí no. Las niñas son unas chinches, además de aburridas. ¿Eso es motivo para que me comporte como un salvaje? Tengo mejores cosas qué hacer que rendirme a sus intentos de ser mi amiga. Prefiero pasar el tiempo con mis compañeros, gastar las energías jugando con ellos.

Me gusta que las cosas se hagan cuando quiero y como quiero. ¡Me encanta ser independiente! Lo que me hace algo caprichoso, egoísta y hasta medio bravucón, aunque Mamá sigue tratándome como un bebé y me prohíbe salir solo a la calle. ¿Acaso pretende que me quede contemplando las nubes por la ventana?

Con Papá es distinto:

—Nuestro hijo está creciendo y debe aprender a defenderse.

En el salón de clases, acostumbro a buscar mi sitio cerca de los ventanales. Desde el suyo, la niña no deja de mirarme. Le respondo con una mirada de rabia que sólo le causa gracia. En vez de molestarse, comienza a lanzarme papelitos, mientras ríe como boba. La maestra se da cuenta y le ordena que ponga más interés en la clase. Conmigo es todo lo contrario, me habla con ternura:

—Tranquilo, ya no te molestará.

La maestra entiende que no es mi culpa. ¿Será que también le gusto a ella? ¡Soy tan irresistible!

Cuando suena el timbre y todos se preparan para salir corriendo a sus casas, yo salgo de primero. No resisto las aglomeraciones en movimiento. Corro por los pasillos, bajo los escalones y atravieso el portón. Por lo general, mis amigos me están esperando. Con ellos, el mundo se transforma en una caja llena de aventuras.    

¿Saben? Cuando alguien está de malas…, está de malas ¡Pobre de mí! Hace pocos días, después de haber vagado toda la tarde, decidimos disfrutar de la tranquilidad del parque. Sólo se oían el gorjeo de las palomas y el susurro de los árboles. Estábamos descansando sobre la grama cuando, de pronto… Yo no lo podía creer. Frente a nosotros apareció la niña de mi escuela que se acercaba con sus compañeras de clases.

—Ni aquí puedes escapar de ella —dijo uno de mis amigos.

Sentí un desagrado en la barriga. Quise achicharrarla con la mirada; un trozo de hielo podía ser más cálido que yo. Ella ni se enteró de mi indiferencia. Se acercó con su sonrisa tonta. Mis amigos empezaron a burlarse y yo no lo pude aguantar. Como una bala, escapé sin mirar a los lados. Un ciclista venía a toda velocidad. ¡Pum!

Entre gritos y en cámara lenta, salté por los aires. ¡Ay, el porrazo que me di contra el poste! Perdí el sentido, sólo por un momento. Eso es lo bueno de ser un tipo atlético como yo. Abrí los ojos y todos suspiraron de alivio.  

—Deja que te revise, a ver si estás herido...

No la dejé que me tocara. Mis amigos y yo abandonamos el parque.

—¿Viste lo que puede suceder por andar de antipático? —comentó mamá, cuando le conté.

Como sea, la niña es la culpable de mis magulladuras. Apenas llega a la escuela, me escondo. Ayer, a la hora del recreo, se sentó a mi lado. Abrió su lonchera y me preguntó:

—¿Quieres que comparta la merienda contigo?

En vez de su sándwich de jamón, me ofreció un gajo de naranja. ¡Guácala, ni que me estuviera muriendo de hambre! Me aparté de ella, como siempre.  

Bueno, como ya lo dije, ella hoy no vino a clases. Me pareció muy raro. Tal vez estaba en otra parte de la escuela. Recorrí los pasillos para estar seguro de eso. Tampoco estaba en el patio. Sin ella acosándome, disfruté del sol como nunca. Después del recreo, volví a revisar la escuela…, por si acaso.  

 Ahora, todo el mundo se ha marchado y yo me quedé solito, igual que todos los días... Hoy siento que es diferente. Algo raro me sucede. La escuela jamás se sintió tan vacía. Y para mi sorpresa, ¡extraño a esa niña!  

No es que esté preocupadito. Hoy no vino, pero, mañana lo hará. Sé que ella no puede vivir sin mí. La esperaré a la entrada, aunque no le diga que es la más dulce de todas las niñas del mundo. Dejaré que me lleve a su casa. Al fin y al cabo, debajo de mi mal genio existe un ser tierno y amistoso. No serán necesarias las palabras. Sabrá que estoy dispuesto a compartir mis siete vidas con ella, cuando suba a su regazo y le ronronee.

Olga Cortez Barbera

 Imagen Libre de derechos: 123RF

lunes, 28 de marzo de 2022

La iguana mundana


 

Desde el techo de un corral, mientras el sol jugaba con las nubes, la pequeña iguana murmuró: “Quiero conocer lo que existe más allá del horizonte”. En la granja, nadie le podía contar porque nadie había ido tan lejos. Todos estaban muy contentos con la vida en el campo; no les atraían otros lugares del mundo.

—¡Qué falta de curiosidad! —dijo, con un toque de desdén.

A toda hora hablaba de su viaje. Los amigos intentaron prevenirla sobre los riesgos que podía correr. En vez de escucharlos, prefirió dejar de hablarles. Un día, subió al guardafango de un automóvil que iba a la ciudad. Eso levantó, entre sus compañeros, algunos comentarios:

—Quiquiriquí, la iguana se va y parece muy feliz.

—Cua, cua, la engreída se irá, sin siquiera mirar atrás

—Muuuu, se la da de fina y no se va en autobús.

—Beee, muy pronto, se los digo, la veremos otra vez.

La carretera le pareció larga y poco interesante. Estaba aburrida de ver siempre lo mismo. El caballo que pasó vacaciones en el establo, le había llenado la cabeza con las historias de sus viajes. Por eso, ella estaba decidida a recorrer la gran ciudad.

Una vez allí, se infló como un globo.

—Ahora seré una iguana mundana —exclamó, sintiéndose superior al resto de los seres vivos.  

Le encantó lo que veía: la gente que iba y venía, las largas avenidas, los altos edificios. Hasta el sol brillaba diferente. Nada comparable a aquella granja perdida entre árboles y pájaros. Saltó del guardafango y, como una turista experimentada, exploró los alrededores.

Al atardecer cansada y hambrienta, decidió descansar en el parque. No se dio cuenta que un gato iba detrás de ella, hasta que sintió que la alzaban por la cola:

—Miau, preciosa, ¿qué te trae por estos lares?

El gato era tan grande que la iguana casi se desmaya.

—Sólo paseaba por aquí —contestó, tratando de ocultar el terror que la hacía temblar, sin poderlo evitar.

Temía que la viera como un exquisito manjar. La iguana era vanidosa y se creía lo mejor de lo mejor. Ella no estaba dispuesta a convertirse en un bocado. Así que lo mordió con todas las fuerzas. El minino, asombrado de la reacción de esa pequeña, la soltó. En tanto él se lamía la pata, la iguana aprovechó para escapar a toda velocidad.

Reptó por la pared del edificio más cercano. Este era más alto que la casa donde vivía, que el molino que bailaba con el viento, que los árboles guardianes de la granja. Con el corazón latiéndole como un tambor, la iguana mundana llegó a la terraza. Después de unos minutos, comentó con valentía:

—Por un gato no voy a regresar con la cola entre las patas.

En un rincón se dispuso a descansar. Despertó con el coro de los mininos que maullaban bajo la luna redonda. Ella podía enfrentarse a un gato… Tal vez a dos o tres… Pero, no a muchos más. Desde un muro, vio que los dedos de todas sus patas no bastaban para contar los gatos de los techos. De pronto, extrañó su hogar.  

Al otro día, se las arregló para regresar. Apenas vio el automóvil, no lo pensó más. En la granja, cuando la vieron saltar del guardafango, sus compañeros comentaron:

—Quiquiriqui, ¡miren quien viene por ahí!

—Cua, cua, se le ve cansada, nada más.

—Muuuu, ha regresado a su cielo azul.

—Beeee, ¿se volverá a ir otra vez?

Todos corrieron a saludarla. La iguana, emocionada, les agradeció la amistosa bienvenida.

Ahora, es noche profunda. Desde la copa de un árbol, después de que habló con una estrella, quiere conocer la luna.

Olga Cortez Barbera

Imagen Pixabay: Gatos, descarga gratuita