domingo, 11 de agosto de 2024

Marcos Daniel y las aves

 

Mira a las aves bailar

con las nubes regordetas,

el sol se alegra y les canta

a los lirios y a las violetas.

 

¿Por qué van contentas las aves?

¿Quién me cuenta el secreto?

¿Será porque pueden volar

sin límites por el cielo?

 

A Marcos Daniel le gustaban los animales. La perrita de su tía, porque era muy juguetona, el gato rayado y glotón de los vecinos, que se escapaba de vez en cuando, ¡hasta los dinosaurios!, aunque ya no existían. Y si acaso quedaba alguno por ahí, no podría llevarlo a su cuarto, porque era tan grande, que se atascaría en la puerta. Sí, a él le gustaban los animales. Por eso, deseaba tener uno.

—Quiero una mascota —le dijo a su mamá.

—Cuando seas más grande.

—¿Por qué no hoy?

—Porque aún no tienes edad para cuidarla. Te prometo que un día adoptaremos un perrito y le daremos mucho amor.

—Yo no quiero un perro.

—A ver, ¿qué animalito te gustaría?

—Una guaca.

—¡Una guacamaya! —exclamó y sonrió, como sólo ella podía hacerlo.

—Sí, una de esas que llegan al balcón.


La mamá lo sentó a su lado y le explicó que, a las guacamayas y a todas las aves, no les gustaba vivir en cautiverio. Ellas habían nacido para cantar y para volar, libres como las nubes. En cambio, había tantos animales domésticos que necesitaban un hogar, que sería muy bueno que él les diera una oportunidad cuando fuera el momento. No quedó muy convencido.

Una mañana, salió con su tía y Bellota, cosa que le encantaba porque podía acariciar y jugar con las mascotas que, a esa hora, paseaban por la urbanización. De pronto, Bellota, la perrita juguetona, tiró de la correa, atraída por algo que se movía en la grama.

Sorprendidos, vieron que era una paloma que no conseguía volar porque estaba lastimada. Había que curarla. Cuando regresaron a la casa de su tía, y su mamá los vio, Marcos Daniel le pidió:

—¡Déjame cuidarla, mamá!

—Está bien. La llevaremos al veterinario y, después, se va con nosotros. Entre los dos la cuidaremos.

La paloma no tenía los colores brillantes de las guacamayas, aquellas a las que él les ponía semillas y trocitos de frutas en el balcón. Era blanca y abultada, casi como un esponjoso masmelo. También era muy bonita. La sentía asustada, temblorosa. ¡Claro, era la primera vez que la cargaba un humano!

Con el paso de los días, parecía que ella se iba acostumbrando a las caricias de esas personas que la trataban bien. En especial, a las de ese niño que le traía agua y alimento. A pesar de eso, buscaba cómo escapar. Desde su sitio, podía ver el cielo azul, soñando con volver a volar.

Una tarde, cuando Marcos Daniel regresó del colegio, se dio cuenta de que la paloma ya había sanado. Encariñado con ella, no deseaba dejarla ir. Recordó que su mamá le había dicho que las aves preferían vivir en libertad. Tal vez, la paloma estaba triste. La observó un momento, mientras ella batía sus alas. Sintió pena.

La tomó en sus manos y la puso en el borde de la ventana. La paloma lo miró, mientras inclinaba su pequeña cabeza, de un lado a otro. Luego, extendió sus alas y se fue.


Pixabay:Imagen gratuita

Su mamá tenía razón, ella nunca se hubiera adaptado a vivir con ellos. Marcos Daniel supuso que la paloma se había ido contenta porque iba a reunirse de nuevo con sus amigas. Cuando su mamá se enteró de lo que él había hecho, lo abrazó y le dio un beso:

—Hijo, estoy orgullosa de ti.

Ahora, Marcos Daniel no quiere una guacamaya. Le alegra verlas llegar por sus semillas al balcón y, una vez que acaban con ellas, verlas volar, con su concierto de garridos, hacia las nubes y bajo el radiante sol.



Está muy emocionado porque pronto podrá cumplir su deseo: traer a la mascota a su casa. Sabe que, en algún lugar, un perro juguetón o un gato gordiflón está esperando por él. 



Olga Cortez Barbera

XXII Concurso de Cuentos Infantiles sin Fronteras de Otxarkoaga 2024




viernes, 11 de agosto de 2023

La tortuga Francisquita


 

Anda, Francisquita,

saca tu cabeza,

te está dando la niña

trocitos de cerezas.

 

Con tus patas curvas

vete al jardín

a comer hojas de trébol

y pétalos de jazmín.

 

Cuéntale que, a veces,

te sientes muy solita,

que sueñas con jugar

con otra tortuguita.

 

Samantha se sentía satisfecha porque estaba a punto de llevar a su pequeña amiga a casa. La tía preparaba las maletas para irse de viaje y ella debía cuidar a Francisquita, la tortuga que desmayaba de aburrimiento en el terrario. Ésta, al escuchar la voz de la niña, sacó su cabecita del caparazón para darle la bienvenida.

A Francisquita no le fue fácil aceptar a Samantha. Alguien la había alejado de sus hermanas tortuguitas para trasladarla a un lugar extraño. Casi se resignaba a su nuevo hogar, cuando la llevaron a otro que tampoco le gustó. Se escondía de los humanos y trataba de escapar. La pobre no podía escalar las lisas y altas paredes.

La primera vez que Samantha vio a Francisquita, no dejó de observarla por un largo rato. Nunca había visto una de carne y hueso. Al poner un dedo sobre ella, la tortuga se escondió en su caparazón.

—¡Qué mascota tan rara! —exclamó.

¿Rara? ¿Sólo porque no era como los perros o los gatos? Sus compañeros de clases decían lo mismo de ella. Eso no la hacía sentirse bien. Mamá le dijo que los niños poseían distintas cualidades y que ser diferente no era nada malo. Si eso era así, ¿por qué le costaba hacer amigos? “A la tortuga le hace falta una compañera —pensó—, me quedaré con ella”.

Como Francisquita, Emma, la niña que vivía cerca, en un principio no aceptó la amistad de Samantha, por más que se lo pidiera la maestra. ¿Cómo jugar con alguien que todo le molestaba? Además, tenía una manera tan particular de decir las cosas, que la enfurecía. Sin embargo, le apenaba verla alejada de todos durante el recreo. ¿Qué sucedía con ella?

Su papá le explicó lo que era el Síndrome de Asperger. Un nombre que le pareció complicado y misterioso. Pero, a medida que lo escuchaba, comenzó a comprender las razones para que la niña se comportara, en ocasiones, de maneras algo incomprensibles. ¿Por qué no ayudarla? Emma se impuso la tarea de hacerse su amiga.   

Samantha era una niña como cualquier otra, sólo que sus sentidos eran más sensibles. Los sonidos fuertes, los objetos brillantes y el contacto con otros, a veces, le resultaban insoportables. Si algo le parecía feo, lo expresaba con franqueza, sin la intención de herir a nadie. Como todos los niños, tenía ilusiones; entre ellas, que sus compañeros de clases la entendieran.

Saber cómo era le facilitó a Emma acercarse a Samantha. Por eso, cuando la vio con Francisquita, no dudó en hablarle:

—¡Qué lindo animalito! —exclamó—. ¿Es tuyo?

—Sí  —respondió—, y ya averigüé en Internet cómo se cría una tortuga.

—¿Puedo acompañarte?

—Me parece bien.

Para Francisquita las cosas cambiaron. Samantha y Emma la llevaban todos los días al jardín. Allí atravesaba la grama, a la velocidad que le permitían sus encorvadas patas. Mientras disfrutaba del sol, engullía todo lo comestible que encontraba a su paso. Las hojas de trébol eran sus preferidas. De regreso, antes de dejarla en el terrario, le daban una refrescante ducha. Por las noches, Francisquita tenía sueños felices de tortuga.

A medida que la conocía, Emma se iba dando cuenta de lo especial e inteligente que era su nueva amiga. Fue como entrar a un universo de colores nuevos. A su lado, podía aprender muchas cosas y fijarse en detalles que nunca antes había notado. Ver el mundo de otra forma también era maravilloso. A su vez, Samantha observaba cómo era el mundo de Emma. Ambas comprendieron que los obstáculos podían superarse entre los buenos amigos. Entre tanto, Francisquita se sentía muy bien con las dos.   

Emma les contó a los compañeros del colegio que Samantha tenía una linda tortuga. Todos quisieron ir a conocerla; a Samantha le gustó recibirlos en su casa. ¡A Francisquita, también! Sacó su cabeza para darles la bienvenida. No tenía por qué sentir temor; estaba en buenas manos. Al poco tiempo, compartía el terrario con otra tortuguita.

 

Olga Cortez Barbera

 


martes, 11 de abril de 2023

Pandetela

 



Ayer se perdió Pandetela, la vaca de grandes lunares, la preferida de mi abuelo. La buscamos toda la mañana y no la encontramos. Él estaba preocupado porque había llovido muy fuerte y temía que la hubiera arrastrado la corriente del río. Llegó la noche y la vaca seguía extraviada.

¡Cómo me gusta pasar vacaciones en el hato de mi abuelo! Pasear por los alrededores es como entrar a un territorio lleno de aventuras. Cuando recorremos la sabana, imagino que voy en un safari a la caza de animales salvajes. Los cerdos son elefantes; los bueyes, rinocerontes pastando.

Cuando exploro los matorrales, me preparo para enfrentar el peligro. Los maullidos de los gatos de Abuela son feroces rugidos de leones. Los bejucos colgados en las ramas, serpientes venenosas.

¡Es tan divertido! Pero, también me encanta andar con mi abuelo. Es mi mejor amigo, aunque sea más grande y tenga los cabellos blancos. Puedo preguntarle cualquier cosa porque él lo sabe todo. Es como un libro que habla. Me parece que ha vivido en todas las épocas. Siempre me cuenta historias fabulosas… Ayer no lo pudo hacer porque Pandetela desapareció.

Ella es la vaca más grande y gorda que he visto. Le falta un poquito para parecer un mastodonte. A pesar de todo, es muy bonita. Abuelo me contó que nació enferma. Casi, casi se muere. Por fortuna, el veterinario la curó.

A mi abuelo le encantan los dulces. Por eso sus vacas se llaman: Majarete, Melcocha, Conserva´e coco, Buñuelo… A su vaca preferida le puso Pandetela para diferenciarla de las demás. A ella le gusta que él le acaricie el lomo y le cante bajito.

Él me ha enseñado a cuidarme y a no temerle al llano.  El otro día, cuando yo jugaba debajo un samán, las ramas se sacudieron. Me quedé quietecito para ver qué cosa lo había ocasionado. Como no pasaba nada, seguí jugando hasta que (¡ouch!) el árbol se sacudió de nuevo. Por si acaso, me alejé un poco. No me lo esperaba. Una iguana grande descendió por el tronco:

—Casi pareces un cocodrilo —le dije, aunque no parecía tan feroz.   

Me miró con sus ojos saltones. Cuando se dio cuenta de que yo no le haría daño, siguió el camino que la llevó al gallinero. De seguro que, para las gallinas, era tan grande como un dinosaurio. Todas empezaron a cacarear (¡coc coc coc coc!) y a correr como locas, tratando de escapar del intruso. Entré al gallinero y la espanté para que no se comiera los huevos. Con sus patas cortas y rápidas, regresó al árbol. 

Mi abuelo se dio cuenta de que Pandetela no estaba en el corral cuando fuimos a ordeñar las vacas, un poco antes del amanecer. Todos los días, los peones masajean las ubres, mientras los baldes se van llenando con los chorritos de leche. Abuelo toma dos totumas y pide que le echen un poco. El sabor de la leche recién ordeñada sabe diferente a la pasteurizada. Luego, le ayudo a alimentar las vacas.   

Las trancas del corral estaban tiradas en el suelo (cosa extraña). Los peones tienen la obligación de colocarlas, nada más terminar la jornada. Ahora se preguntaba qué podía haber pasado. Las vacas y los becerros comenzaron a moverse. Sus mugidos se confundían con los kikirikis de los gallos que anunciaban que era hora de levantarse.

—¡Qué raro! —exclamó Abuelo—. No oigo el mugido de Pandetela.

—Creo que se escapó —contestó un peón—, ya salen a buscarla.

Abuelo siempre ha vivido en el campo. Pocas veces abandona el hato para ir a visitarnos. Le fastidia la vida agitada de la ciudad. Dice que él es un montuno y que Gala, nuestra perrita, puede darle clases de urbanidad. En el llano ha aprendido a reconocer las voces de los animales, los murmullos del viento y los cambios de humor de la sabana.

—Pandetela debe andar por los alrededores —dijo—, ya aparecerá.

Ella es como de la familia. Cuando Abuelo la suelta, camina hacia la casa, atraída por los aromas de la cocina y de las flores en los materos. Después, ella solita regresa a su corral. En las mañanas me despiertan el canto de los tautacos y los cascos de Pandetela sobre las ramas secas.

En la casa todo era un alboroto. La vaca no estaba en los patios, en los matorrales, ni en los potreros. Nunca había ido más lejos. El viento soplaba fuerte, debajo del cielo gris. Abuelo llamó al caporal y le dijo:

—Está cantando el carrao. Trae los caballos. Es mejor que vayamos por ella. Si llueve, puede quedar atrapada en un lodazal.

Los carraos son como garzas con el cuello más corto. Abuelo me contó que ellos cantaban en la sequía para atraer a los aguaceros ¿Practicaban la danza de la lluvia, como los indios?

En el invierno cae tanta agua, que las llanuras se inundan. Parecen mares en calma, llenos de lirios. Abuelo dice que es un paisaje traicionero. A veces, los animales no pueden evitar ahogarse. Los relámpagos y los truenos eran muy fuertes. Si el agua subía mucho, la pobre Pandetela, regordeta y asustada, se vería en graves problemas para volver a casa.

¿Estaría con otras vacas o buscando miel por los algarrobos? Mejor que no se acercara a los panales. Las abejas se molestarían y la res no era tan rápida como para escapar de ellas. A mí me picó una. La mano se me puso como un níspero. Ardía como un carbón encendido. Abuelo me untó una crema que me alivió.  

Tal vez, tomaba agua en el caño. Las reses solían hacerlo allí. Era algo arriesgado porque en los caños viven los babos, que parecen caimanes pequeños. Muerden duro y dejan cicatrices feas.

Como lo imaginó abuelo, el palo de agua fue colosal. Llegó la noche. Por las ventanas entraban el croar de las ranas y el olor a tierra mojada.

Cansado de esperar al abuelo, me dormí. Soñé que él atravesaba la llanura, sobre su caballo. Este llevaba un penacho de colores en la frente. El suelo parecía una alfombra bordada con lirios sabaneros. Las estrellas brillaban como flores de plata.

Abuelo gritaba: ¡Pandetela…! ¡Pandetela…! Ella no respondía. De pronto, se escuchó un ruido y él puso atención. Eran las pisadas lentas y fuertes de la vaquita, que salía de los cañaverales. 

Hoy nos levantamos más temprano que nunca. Apenas aclaró, fuimos a buscarla. A media mañana, el calor y el cansancio nos obligó a descansar. Solo se escuchaban los trinos de los pájaros y el murmullo del río. De pronto, nos llegó un débil mugido. Abuelo comentó: 

—¡Ya sé dónde está Pandetela!

Corrimos hacia el trapiche abandonado, donde el papá de mi abuelo producía papelones y panelas. Abuelo estaba tan emocionado que pudo correr más rápido que yo. Los mugidos eran, cada vez, más fuertes.

—¡Pandeteeeela! ¿Dónde te metiste? —gritó, a toda voz.

—¡Muuuuuuu! —respondió la vaca.

Allí estaba, entre escombros y telarañas. Había seguido su instinto animal, como dice abuelo que hacen las reses. Ella buscó el sitio apropiado para parir. Limpiaba a su pequeño hijo, con su lengua de estropajo. Yo aplaudía, mientras él la acariciaba. Pandetela sólo tenía ojos para el becerro recién nacido.

Al fin, apareció y esta noche podré escuchar los cuentos de mi abuelo.

 

Olga Cortez Barbera

 

Pixabay: Dibujo descarga gratuita

lunes, 5 de diciembre de 2022

A Samantha

 


La niña que juega

en los jardines de mi corazón

 

Esta radiante mañana

le he pedido a un mago

que vaya hasta Cartago

y mire por la ventana;

con mejillas de manzana

y manitas de colibrí,

no se cansa de sonreír

mi sobrinita graciosa,

grácil como mariposa,

por su cumpleaños feliz.


El mago deja su cueva,

él corre a cumplir su misión

y pide a su búho ojón

que lleve de las jardineras

capullos de primavera

para que cada mañana,

bajo las nubes rosadas,

gordas y aletargadas, 

vea mi niña bonita,

grandes, medianas, chiquitas,

las flores por su ventana.


El mago llega dispuesto

a sacar del viejo morral

su esfera de claro cristal

que nunca tiene secretos;

por eso le cuenta contento

lo que ella debe saber:

el Universo tiene el deber

de darle cosas hermosas, 

como botones de rosas,

en tanto la mira crecer.


El mago ha contratado 

una comparsa de estrellas

porque con esas centellas,

burlones y despeinados,

se irán los gnomos malvados,

a buscar piedras preciosas

entre cavernas rocosas,

mientras mi linda sobrina

pide a su hada madrina

soñar con cosas hermosas.


Tiene el mago barbado

raros bombones de luna

que nadan en la laguna

de los ensueños dorados.

Mágico y encantado,

el mago, por la ventana,

le deja uno en la almohada

para llenar de alegría

las más dulces fantasías

de mi sobrinita amada.


El mago se va contento,

después de dar su hechizo,

salir de su compromiso

y lanzar su noble decreto:

Quiero que todo momento,

ella lleve en su corazón

malvaviscos de miel y de sol,

para que sea, por siempre,

la sobrinita alegre 

y tierna como un gorrión.


 

Olga Cortez barbera


jueves, 3 de noviembre de 2022

Kantín Coleo




 

Mi Abuela Carmen dice que mi Abuelo José Leonardo tiene algo de poeta, bohemio, loco y soñador. Cuando él se sienta sobre su piedra preferida para contemplar el mar, lo imagino con su uniforme blanco, timoneando el barco de los pensamientos sobre las olas de los recuerdos. Creo que le inventa poemas a mi Abuela y sueña con perderse por las calles empedradas de las ciudades italianas que un día conoció. Mis primos, mi hermano y yo, que siempre andamos a la caza para jugar con él, respetamos ese momento.

Abuelo cuenta que él era Oficial de la Marina Mercante. Allí pasó muchos años. Tal vez, un trozo de su corazón, como un banderín rojo y palpitante, ondea en lo alto de un mástil. No pierde la esperanza de atravesar, otra vez, los mares profundos. Podrá pasear por los malecones de lejanas costas, en compañía de sus compañeros de fragata, a los que llama “la vieja pandilla”.

Siente un amor especial por todo lo relacionado con el mar. Por eso, sus primeras hijas se llaman Selva Marina y Carmen Marina. A la tercera, la nombraron Rosa Mercedes, porque Mercedes significa agradecimiento. Y mis abuelos estaban muy agradecidos por su venida. A la cuarta, Ana Karina; según él, era lo mismo que Ana graciosa. Así se llama la hija de un gran amigo que conoció en Grecia.

Cuando comenzaron a llegar los nietos, regresó la antigua manía. Por los varones no. Le parecía horrible llamarlos Leonardo Marina, Douglas Marina o cualquier otra combinación que se le viniera a la mente. Pero, por sus nietas… “¡Ojalá lleguen decenas!”, exclama. Hasta ahora sólo tiene dos: Rosa Marina, la mayor, y yo, Daniela Marina. Si no es por mi abuela, me hubiera llamado Luna Marina, Cometa Marina o quién sabe qué otro nombre. Porque a Abuelo también le atrae “el enigmático cielo”.

Dice que sus hijos son el mayor regalo que ha recibido de la vida y que, por ellos, posee el valioso tesoro de sus nietos. Ni el oro ni las piedras preciosas pueden hacerlo más feliz. Los ojos le brillan cuando juega con nosotros. Y sonríe con picardía cuando nos asegura que fueron los pelícanos, no las cigüeñas, los que nos trajeron a este mundo.

Como ya lo dije, además del mar, abuelo siente fascinación por el cielo. En las noches oscuras y estrelladas, nos enseña a distinguir las constelaciones. El rumor de las olas adormece a mis primos Douglas Leonardo y José Enrique. En cambio, mi hermano Douglas Enoc, mi prima Rosa Marina y yo prestamos mucha atención. Nos señala donde viven Casiopea y Andrómeda, nos cuenta que la Osa Menor siempre sigue a la Osa Mayor para no perderse en el espacio, y que los signos del zodíaco influyen en la personalidad de los humanos. Mi prima salta de alegría porque puede verlos a todos. Yo no porque siempre olvido los anteojos.

Termina la lección de astronomía y Abuelo se da cuenta de que estamos cansados. Despierta a los que se han dormido y, en fila india, regresamos a casa. Desde lejos, escuchamos la música que suena a todo volumen.

Abuelo comenta que cuando conoció a mi Abuela, su alma bohemia quiso resistirse a sus encantos. Pero, era tan dulce y tan hermosa que no le importó, al poco tiempo, renunciar al mar de sus aventuras. Además, había llegado la hora de “poner los pies en tierra firme y formar una familia”.

Abuela quería casarse con un hombre que compartiera con ella todos los días, y no con uno que anduviera, de puerto en puerto, dejando corazones rotos. De nada le sirvió visitarla con el uniforme de la naval, derrochando elegancia y romanticismo. Supo que debía abandonar sus deseos de aventuras.

Se casaron un lindo atardecer. Desde entonces, comenzaron a tejer los mismos sueños. Además de la vivienda familiar, construyeron esta casa en la playa, que se fue llenando de hijos y de nietos. Por supuesto, para Abuelo no había otro lugar mejor para pensar, que sobre una roca frente al mar. Ahora las vacaciones las pasamos en esta casa hecha, como dice Abuela, con cemento y amor.

Además de marinero, abuelo dice que le hubiera gustado ser soldado. Si tuviera la edad apropiada, con fusil al hombro, recorrería la frontera, de punta a punta, pasando de La Gran Sabana al Matto Grosso, que son unas selvas húmedas, según su opinión, de extraordinaria belleza.

—¿Por qué no organizas una excursión y nos llevas a todos? —preguntamos.

—¿Con ustedes, tan revoltosos? No tiene chiste —contesta.

Creo que por sus venas corre sangre militar. Mientras los adultos conversan, él nos llama para jugar a la milicia. Salimos goteando de la piscina y Douglas Enoc me dice al oído:

—Prepárate, llegó la hora de la diversión.

A Abuelo le encanta ponernos sobrenombres. Por ejemplo, a mí me dice Jeina sin Cojona, porque cuando era más niña me disfrazaron de reina y perdí la corona en el camino. Y como no sabía pronunciar la R dije, muy enojada: ahoja padezco una jeina sin cojona.

El adiestramiento militar es algo muy serio. En silencio, esperamos las instrucciones. Abuelo, camina con las manos en la espalda y pasa revista:

—¡Ateeeención!… Jeina sin Cojona… Rosa Metralla… Caaaatire… Poooototo… Olafo el Amargado… Ahora… ¡Marchen! Un, dos… un, dos…un, dos.

En perfecta formación, salimos de la casa y le damos la vuelta a la manzana. Otros niños se unen y la práctica se hace más divertida. Cuando regresamos, terminamos la faena arrastrándonos, como reptiles, sobre la hierba. Al final, somos un ejército camuflado, con hojas y lodo.

Al anochecer, la jauría de zancudos nos hace alejarnos del patio. Abuelo prefiere quedarse con nosotros que ver televisión con los demás. Antes de irse a su habitación, les pedimos que nos cuente historias de horror que, después, no nos dejan dormir.

—Dejen a su abuelo tranquilo —nos ordena Abuela Carmen—cuando piensa que ya es suficiente.

Pero, él le sonríe:

—Déjame un poco más con ellos.

Él ha visitado los lugares más fantásticos del mundo. Estuvo en Cabo de Buena Esperanza, que queda al sur de África. Allí escapó de un tiburón blanco, cuando nadaba en el mar, tratando de atrapar una foca que quería llevar a su casa. Al final, recordó que las mascotas preferidas de Abuela son los perros.

Una vez, atravesó el Triángulo de las Bermudas, donde dicen que han desaparecido barcos y aviones. El cielo se abrió en cien rayos y se desató una terrible tormenta. El barco fue absorbido por un remolino. Por fortuna, su gran experiencia dominó el timón y pudo salir a salvo.     

Se cubre de nostalgia cuando habla de Amberes, Marsella, Mar del Plata, Estambul y otros lugares que no recuerdo el nombre. “Ojalá ustedes tengan la oportunidad de viajar por el mundo, como hice yo”, dice y sigue nombrando países que sólo he visto, cuando acompaño a Abuela, en los programas de televisión por cable.

A veces, cuando más concentrados estamos en sus fantásticas historias, salta repentinamente de la silla y grita:

—¡Lechuza, Pachucha!

Es su grito de guerra, su voz de mando: ¡A la carga! Nos levantamos, corremos, gritamos y reímos. Hacemos tanto ruido, que mi Abuela susurra:

—Cállense, por favor, ¿no ven que van a despertar a los vecinos?

Abuelo parece un niño más. Se encorva, sacude una mano y pone la otra en la boca para ocultar sus ganas de reír. Luego, como el más obediente del grupo, guiña un ojo y dice:

—Su abuela tiene razón, vamos a dormir.

No es raro que, a los pocos minutos, aparezca en nuestro cuarto, cubierto con una sábana blanca y agitando los brazos. El terror, verdadero o no, nos hace gritar, como unos endemoniados, mientras él, con una voz de ultratumba, murmura:

 —Madame Kalalúuuuuu, apaga la vela y prende la luuuuuz.

Todo con el abuelo es divertido. Pero lo que más nos gusta es el Kantín Coleo, que es algo así como jugar a hacerse el desentendido. Él nos quita cualquier cosa, y nosotros lo perseguimos para que nos las devuelva. Como cuando jugamos con la pelota. Se acerca, como un felino en acecho, mientras nosotros fingimos no darnos cuenta.

De pronto, grita:

—¡Kantín Coleo!

Captura la pelota en el aire y corre con ella hasta que, en cambote, lo rodeamos para que nos las devuelva. Es realmente fantástico tener un abuelo como él.

La otra tarde lo oí conversar con Abuela:

—Carmencita —dijo él—, el día que me vaya de este mundo, di a tus hijos que esparzan mis cenizas sobre el mar. Las olas viajan lejos. Así podré pasear de nuevo por mis puertos añorados.

—No hables así, viejo —contestó ella, algo triste—, aún falta para eso.

Espero que tenga razón porque, cuando yo crezca y tenga hijos, me gustaría que él también jugara con ellos.

Abuelo está sentado en la piedra de siempre. Tiene bastante tiempo distraído. Creo que su mirada viaja más allá del horizonte. Todos estamos impacientes. Queremos jugar con él. Douglas Enoc me hace señas con las manos y los demás se acercan poco a poco. Parecemos un comando en acción. Lo vamos a tomar por asalto. Abuelo se da cuenta y se hace el bobo. Aunque solo le vemos el perfil, podemos ver un pedacito de su sonrisa. No aguantamos más y gritamos:

—¡Kantín Coleo!

No le quitamos nada, sólo lo apartamos de sus recuerdos. Ahora es nuestro turno. Corremos y él nos persigue. Sabemos que no le importa dejar de soñar por un rato. Somos sus nietos. Como él dice: Para navegar por las aguas de la nostalgia hay otros momentos. Ahora, ríe feliz. Así es él. Cuando nos alcance, recibirá todo nuestro amor y la promesa secreta de que nunca lo olvidaremos. 

 

Olga Cortez Barbera

 

Pixabay: Dibujo gratis