El huerto de los orejones Literatura Infantil
Blog para niños de todas las edades
viernes, 29 de abril de 2022
lunes, 28 de marzo de 2022
La iguana mundana
Desde
el techo de un corral, mientras el sol jugaba con las nubes, la pequeña iguana murmuró:
“Quiero conocer lo que existe más allá del horizonte”. En la granja, nadie le
podía contar porque nadie había ido tan lejos. Todos estaban muy contentos con
la vida en el campo; no les atraían otros lugares del mundo.
—¡Qué
falta de curiosidad! —dijo, con un toque de desdén.
A
toda hora hablaba de su viaje. Los amigos intentaron prevenirla sobre los
riesgos que podía correr. En vez de escucharlos, prefirió dejar de hablarles. Un
día, subió al guardafango de un automóvil que iba a la ciudad. Eso levantó,
entre sus compañeros, algunos comentarios:
—Quiquiriquí,
la iguana se va y parece muy feliz.
—Cua, cua, la engreída se irá, sin siquiera mirar atrás
—Muuuu,
se la da de fina y no se va en autobús.
—Beee,
muy pronto, se los digo, la veremos otra vez.
La
carretera le pareció larga y poco interesante. Estaba aburrida de ver siempre
lo mismo. El caballo que pasó vacaciones en el establo, le había llenado la
cabeza con las historias de sus viajes. Por eso, ella estaba decidida a recorrer
la gran ciudad.
Una
vez allí, se infló como un globo.
—Ahora
seré una iguana mundana —exclamó, sintiéndose superior al resto de los seres
vivos.
Le
encantó lo que veía: la gente que iba y venía, las largas avenidas, los altos
edificios. Hasta el sol brillaba diferente. Nada comparable a aquella granja
perdida entre árboles y pájaros. Saltó del guardafango y, como una turista
experimentada, exploró los alrededores.
Al
atardecer cansada y hambrienta, decidió descansar en el parque. No se dio
cuenta que un gato iba detrás de ella, hasta que sintió que la alzaban por la
cola:
—Miau,
preciosa, ¿qué te trae por estos lares?
El
gato era tan grande que la iguana casi se desmaya.
—Sólo
paseaba por aquí —contestó, tratando de ocultar el terror que la hacía temblar,
sin poderlo evitar.
Temía
que la viera como un exquisito manjar. La iguana era vanidosa y se creía lo
mejor de lo mejor. Ella no estaba dispuesta a convertirse en un bocado. Así que
lo mordió con todas las fuerzas. El minino, asombrado de la reacción de esa
pequeña, la soltó. En tanto él se lamía la pata, la iguana aprovechó
para escapar a toda velocidad.
Reptó
por la pared del edificio más cercano. Este era más alto que la casa donde
vivía, que el molino que bailaba con el viento, que los árboles guardianes de
la granja. Con el corazón latiéndole como un tambor, la iguana mundana llegó a
la terraza. Después de unos minutos, comentó con valentía:
—Por
un gato no voy a regresar con la cola entre las patas.
En un rincón se dispuso a descansar. Despertó
con el coro de los mininos que maullaban bajo la luna redonda. Ella podía
enfrentarse a un gato… Tal vez a dos o tres… Pero, no a muchos más. Desde un
muro, vio que los dedos de todas sus patas no bastaban para contar los gatos de
los techos. De pronto, extrañó su hogar.
Al
otro día, se las arregló para regresar. Apenas vio el automóvil, no lo pensó
más. En la granja, cuando la vieron saltar del guardafango, sus compañeros
comentaron:
—Quiquiriqui,
¡miren quien viene por ahí!
—Cua, cua, se le ve cansada, nada más.
—Muuuu,
ha regresado a su cielo azul.
—Beeee, ¿se volverá a ir otra vez?
Todos corrieron a saludarla. La iguana, emocionada, les agradeció la amistosa bienvenida.
Ahora, es noche profunda. Desde la copa de un árbol, después de que
habló con una estrella, quiere conocer la luna.
Olga Cortez Barbera
Imagen Pixabay: Gatos, descarga gratuita
sábado, 22 de enero de 2022
Ernestina Piquetina
¡Qué bella era la pulga Ernestina Piquetina! Los únicos detalles más grandes que el nombre se centraban en su vanidad y el apetito sin medida.
Ella
opinaba que sus compañeras lucían opacas y ordinarias. Sobre todo, cuando se contemplaba
en las gotas de agua y decía:
—¡Guao,
ni el arco iris tiene colores tan hermosos!
Como
si eso fuera poco, la pulga parecía una atleta. Alardeaba de sus saltos olímpicos
porque despedían montones de chispitas.
—¡Soy
una bengala saltarina! —gritó un día con todas las fuerzas.
—¡Qué
insoportable se ha vuelto Ernestina! —exclamaron todas—. ¡Que se mantenga bien
alejada de nosotras!
—¡Uy,
qué miedo! —les contestó, mientras ejercitaba las patitas.
Así
como a los niños les fascinaban los caramelos, ella enloquecía por la sangre
tibia de los zorros del bosque. Por eso, siempre quería más.
Una
tarde, después del almuerzo, la pulga descansaba panza arriba, llena hasta la
saciedad. A punto de dormir, vio una mariposa que dibujaba extraordinarias piruetas
en el aire.
Ernestina
Piquetina sintió envidia. Ella podía participar en los saltos de garrocha y
ganar. Pero, por muy alto que la llevaran sus rebotes, no podía volar.
Eso
era un estorbo que le impedía probar las exquisiteces sanguíneas de los perros y
gatos de la ciudad. Le fastidiaban los platillos de siempre.
Además
de la experiencia gastronómica, ella soñaba con descubrir la vida más allá de
las fronteras.
—¡Lo
que dirían las pulgas si me convirtiera en una señorita de mundo! —dijo con una
sonrisa burlona.
Saber
que no era posible, la entristeció. Casi al borde de las lágrimas, murmuró:
—Si
yo tuviera alas…
El
Mago de los insectos, que buscaba donde hacer la siesta, no pudo evitar
escuchar y se compadeció:
—¿Qué
te pasa, bonita? —preguntó—¿Para qué las alas?
—Quiero
irme muy lejos.
—¿Por
qué? ¿No te agrada el bosque?
—¡Eres
un metiche! —exclamó y le dio la espalda.
“Esta
pulguita sí es antipática”, pensó el Mago.
—A
ver, dime en qué te puedo ayudar. Soy uno de los magos más poderosos de este lugar.
—¿De
verdad? Entonces, dame alas y te lo agradeceré hasta el fin de las estrellas.
—¿Algo
más?
—Sólo
eso.
—Bien,
si ese es tu deseo…
El
Mago mezcló un cuarto de pezuña de garrapata, media ala de libélula muerta y una
docena de gotas de rocío. El bosque escuchó el conjuro:
Zalamacana…
Zalamaquina…
Unas
alas poderosas
para
Ernestina Piquetina!
La
pulga bebió el brebaje y se desmayó.
No
sabemos cuánto tiempo pasó para que el sonido de los aleteos, blaca, blaca,
blaca, blaca, la despertara. Entre las sombras, preguntó:
—¿Dónde
estoy?
—En
una cueva de murciélagos —le informó el Mago—. Ahora eres uno de ellos.
Asombrada,
ella comentó:
—Es
verdad. Tu hechizo ha logrado que tenga alas y un estómago más grande…También, me
ha llevado lejos de casa... Debería sentirme feliz, pero, no era lo que
esperaba.
—Yo
cumplí, sólo diré eso.
—Sí,
tienes razón. Debo tener cuidado con lo que quiero —concluyó—. Los
murcielaguitos no están nada mal; sin embargo, este no es mi mundo.
Sintió
nostalgia; una más grande que Goliat, el escarabajo africano:
—¡Qué
tonta he sido, Mago! Necesito volver a mi hogar.
Ahora,
Ernestina Piquetina salta con sus lindas compañeras que relumbran, como
perlitas negras, entre los bosques de pelaje animal.
Olga
Cortez Barbera
Imagen libre de derechos: Depositphotos
viernes, 10 de diciembre de 2021
Un regalo de Navidad para Lorenzo
Entre las paredes de su nuevo destino, él no lograba entender
por qué estaba encerrado en una jaula. Al mirar a sus compañeros, se dio cuenta
de que también sentían una tristeza, tan larga, como la corriente del río a donde
lo llevaban de vacaciones. Algunos de ellos fueron atrapados en la calle;
otros, abandonados por sus propias familias humanas porque, de repente, se
habían convertido en mascotas ancianas o fastidiosas. No importaba que hubieran
sido los seres más fieles y leales.
El día que lo echaron del cuarto entendió, con toda la pena de
su corazón canino, que se habían acabado los mimos y los besitos que tanto le gustaban.
Al contrario, los rechazos, desde entonces, no pararon:
—¡Aléjate de la cuna!
—¡Sal del cuarto!
—¡Bájate del mueble, que lo llenas de pelos!
Nadie le explicó que, en ocasiones, por temor o desconocimiento,
los humanos tomaban decisiones poco agradables para sus mascotas. La tarde que
dejó de ser el más consentido de la familia y lo mudaron al patio, porque un
bebé había llegado a casa, pudo percibir que nada volvería a ser igual.
A pesar de los saltos y los ladridos de bienvenida, no lo
dejaron acercarse a él, como si fuera capaz de arañarlo. Eso era propio del Michu,
que deshilachaba las cortinas, antes de que se lo llevaran los vecinos. En el
patio, el inseparable almohadón que arrastraba a todas partes y donde dormía, cuando
los demás miraban el televisor, se convirtió en algo áspero en las noches frías
de luna, o sin ella.
Tal vez, si hubiera hecho caso, las cosas habrían sido distintas,
pero, la puerta estaba abierta… Y si, acaso, había un culpable, ese era el árbol
de navidad. ¿Quién podía resistirse a tantas bolas a su alcance? Eran parecidas
a las que le habían regalado en las épocas de su juventud, cuando a todos les
encantaba jugar con él. Ahora quería una de esas. Porque la verdad era que tenía
un alma de cachorro que no podía doblegar el paso de los años.
¡Vaya, qué poca fortaleza la de ese árbol! Apenas comenzó a
mordisquear las bolas, ¡cataplum!, el enramado se vino al suelo con todo el
guindalejo que llevaba encima. En ningún momento se le ocurrió relacionar la
caída con su sobrepeso. De nada le valió correr al patio y esconderse entre los
arbustos.
—¡Basta, no lo aguanto más! —exclamó el humano de la casa.
Ahora, tirado en el suelo de aquel sitio extraño, se la pasaba
deseando dormir y no despertar jamás. ¡Ojalá que todas las garrapatas del mundo
vinieran y lo devoraran! Sin embargo, la suerte lo acompañó. En un descuido del
vigilante, ¡zas!, escapó Era la oportunidad de regresar a su añorado hogar. El
patio siempre sería mejor que aquella jaula.
Corrió de un lado a otro, atravesando calles y avenidas, sin
ningún resultado. Todas eran iguales para él. Al paso de las horas, se dio
cuenta de que andaba perdido. Ya no era un perro joven y el olfato no le servía
de mucho. Asustado y hambriento, en un callejón abandonado, se dispuso a pasar
la noche.
Había llovido y los pozos de agua abundaban. La imagen en uno de
ellos atrapó su atención. Estiró una pata para tocarla, pero la luna se deshizo
en suaves ondas. Recordó lo que le pasó cuando quiso tocar la imagen del humano.
Al escuchar la risa, se dio cuenta de que reía a sus espaldas y no en el espejo.
Dio un salto a la cama para lamerle el rostro. Ahora, el humano y la luna
estaban demasiado lejos. Casi se dormía, cuando escuchó un ladrido:
—¡Guau! ¿Qué te trae por aquí? —preguntó Gigantón, un perro
mestizo que salió de las sombras.
—Estoy cansado y quiero dormir.
—Se nota que eres un sometido. ¡Mira nada más el collar que
traes! Los de tu clase no deberían andar por estos barrios oscuros y
peligrosos.
—Quiero regresar a mi casa y no puedo encontrarla.
—Si te echaron, mejor te acostumbras. Ya he conocido a varios
como tú. No te preocupes, pronto aprenderás cómo es la vida en las calles.
Al principio, todo le parecía una gran aventura. La libertad no
era subirse a las camas, saltar a los muebles, correr en el patio de la casa o
en el parque con vallas. Para él y sus amigos, esto último era lo máximo,
aunque, de vez en cuando, alguno se preguntara qué había más allá. Después, al recibir
los mimos humanos, la curiosidad dejaba de tener importancia. Ahora, en
compañía de Gigantón, se sentía como una guacamaya en el cielo.
A medida que pasaba el tiempo, comprendía que vivir en la calle
no era fácil, empezando por la comida. Los desperdicios, cuando los
encontraban, no eran comparables con las croquetas aderezadas que le daban en
casa. Optó por despreciarlos. A los pocos días, los gruñidos en el estómago le
hicieron cambiar de opinión.
La intemperie era un suplicio. No estaba acostumbrado a dormir en el suelo. Aún en el patio, tenía su camita acolchada. Y qué decir de los baños periódicos que lo mantenían alejado de las pulgas. Era una gran molestia tener que rascarse con frecuencia. Con todo, sucio, enmarañado y, en ocasiones, hambriento, sentía que la vida en las calles era soportable, mientras Gigantón estuviera a su lado. Una mañana, para su infortunio, no pudo despertarlo.
Solo y triste, vagaba a la par del tiempo que le hacía sentirse,
cada vez, más cansado. Una tarde, vio al humano que lo había abandonado. Caminó
hacia él, meneando la cola, como en los viejos tiempos. El humano apenas lo
miró y subió al carro. Haciendo un gran esfuerzo corrió, tras él, un largo trecho,
hasta que no pudo más. La tristeza, en sus ojos, se hizo mayor.
Una noche, (¡quién sabe cuánto tiempo después!), se sintió
atraído por las luces del árbol de navidad, a la entrada de un conjunto
residencial. Recordó su vida anterior y, con la sencillez de las almas caninas,
deseó, no volver a un hogar donde no lo querían, si no a uno en el que pudiera
descansar el peso de sus largos años. Con ese pensamiento, se durmió debajo del
árbol de navidad.
Las voces y los ladridos lo despertaron. Venían de un parque
cercano. A pesar del polvo por los caminos recorridos, seguía siendo un perro adorable.
Le fue fácil ser aceptado. Pronto se hizo amigo de los humanos y sus mascotas.
No tardaron en llevarlo al veterinario. Fue un alivio librarse de las pulgas. Lo
aceptaron como a un miembro más de la urbanización.
—¿Cómo lo llamaremos? —dijo alguien.
—¿Qué les parece si le ponemos Lorenzo? —dijo otro.
Lorenzo… Volver a tener un nombre le hizo saltar de alegría. Atrás
quedaba el eco del anterior y la vida ruda.
A Lorenzo le gustaba caminar por los alrededores, lucir su nuevo
collar y saludar a las mascotas, cuando las sacaban a pasear. En el parque, si corría con ellas, siempre quedaba rezagado porque ya tenía la edad de
los perros sabios. Disfrutaba de las caricias y las croquetas que le llevaban
los vecinos.
La Nochebuena lo encontró contemplando los balcones. Le hubiera
gustado estar asomado en uno de ellos, como sus nuevos amigos, ladrando
alegremente a todos los que pasaban. Estaba convencido de que eso no era
posible. ¿Quién querría cuidar a un perro tan viejo? Al rato, la luna
vigilaba su sueño.
Aún el sol no salía, cuando escuchó la voz:
—Lorenzo, despierta, vamos a casa. Desde hoy, vivirás conmigo.
.
Olga Cortez Barbera
Pixabay: Fotos Gratis
domingo, 31 de octubre de 2021
Una mariposa orgullosa
En
la selva, a un costado de la montaña, todo era perfecto. La cascada cantaba sin
parar y las flores coqueteaban con el cielo azul. Monarca, la Mariposa Real,
había puesto sus esfuerzos en obtener un espacio donde sus súbditos pudieran revolotear
en completa armonía. Cuando la lluvia las visitaba, era una especie de rocío
que les humedecía las alas. Estas brillaban como sutiles arcoíris. En ese espacio,
sólo las mariposas eran aceptadas.
Para
que las cosas funcionaran, como ella deseaba, había que cumplir con ciertas
normas: no traspasar los límites de esa parte de la selva, ni compartir con extraños,
entre otras. Los padres aconsejaban a sus hijas, y estas, obedientes, jugaban a
la ronda, entre los juncos y la flores. Las mariposas menores, como los niños, eran
curiosas. A veces, descansando sobre los pétalos veían, en la distancia, las
suaves colinas. Comentaban, entre ellas, que les gustaría explorar aquel mundo misterioso.
La más revoltosa y atrevida, decidió averiguar.
—¡Ten
cuidado! —exclamaron sus compañeras.
Sacudió
sus antenas y se alejó muy contenta. Explorando aquí y jugando allá, llegó a
una arboleda donde un coro de zumbidos atrajo su atención. Eran las abejas que trabajaban
en su casa, un panal construido entre las ramas. La pequeña mariposa se asombró
con tanto movimiento. Una abeja se acercó:
—Hola,
¿quién eres? — preguntó a la mariposa.
—¿Qué
están haciendo? — le respondió ella, con otra pregunta.
—Fabricando
miel para cuando llegue el invierno. ¿Quieres jugar conmigo?
—¡Claro!
Me gustaría que fueras mi amiga.
Surcaron
el aire hasta la orilla de un río, donde pasaron las horas retozando sin
cansarse, escapando de la lengua cazadora de los sapos y haciéndoles cosquillas
a las narices de los monos. La mariposa nunca se había divertido tanto. Sin
embargo, al llegar el atardecer, le dijo a su amiga que era el momento de
volver a casa.
—¿No
puedes quedarte un poco más? —preguntó la abeja—. Falta poco para que veas cómo la luna se mira
en el río.
—Si
no me voy ahora, seguro que me llaman la atención.
La
pequeña mariposa le pidió a la abeja que la acompañara. Deseaba que todas conocieran
a su nueva amiga. No imaginó que tropezaría contra la voluntad de Monarca. Esta
no podía permitir que las agraciadas mariposas se mezclaran, según su opinión, con
la fealdad de otros insectos.
—¡Aléjala
de aquí! —exclamó, mientras volaba a otro lado.
La abeja, al ver a su amiga, avergonzada, le
hizo un guiño:
—No
te preocupes, ya encontraremos la forma de continuar nuestra amistad.
La
mariposita era rebelde. Al amanecer, en un descuido, decidió volver a la
arboleda. A excepción de la abeja reina, todas habían volado hacia las
florestas. Aburrida, decidió ir al río. En el camino tropezó con una luciérnaga
que aleteaba, de un lado a otro, lamentando su suerte:
—
¿Qué te sucede? —le preguntó la mariposa.
—Una
verdadera desgracia. El sol secó los pantanos donde vivimos y no encuentro
dónde llevar a mi familia.
La
mariposa rebelde era solidaria. Sin medir las consecuencias, le ofreció ayuda:
—Yo
vivo en un campo lleno de flores. Una cascada canta a toda hora. Si te parece,
pueden quedarse allí el tiempo que sea necesario.
Cuando
Monarca la vio llegar con las luciérnagas, dominada por su orgullo, protestó:
—¡¿Eres
tonta?! ¿Cuántas veces tengo que decirlo? ¡No estoy dispuesta a compartir mis
dominios, menos con esa plaga sin gracia!
La
mariposa se sonrojó. Eso no la detuvo para auxiliar a sus recientes amigas.
—Tengo
una idea —les dijo.
Las
llevó a la arboleda, esperando contar con la bondad de las abejas. Las
luciérnagas encontraron cobijo.
A
los dominios de Monarca no habían llegado los rumores de lo que sucedía al otro
lado de sus fronteras. El desastre la tomó desprevenida. El clima, que hacía y
deshacía a su capricho, estaba causando estragos por toda la selva. Se asustó
cuando las nubes grises cubrieron el cielo, antes de estallar la tormenta. La oscuridad
le impedía ver más allá de su nariz. Las flores
recogieron sus pétalos para soportar lo que les venía. Monarca comprendió que podían
morir de hambre y de frío.
Todas
estaban aterradas. La solidaria mariposita frunció el ceño; no iba a quedarse
con las alas cruzadas. Conocía bien el camino y eso le facilitaba ir en busca
de ayuda. Sin pensarlo más, atravesó los aires. En la arboleda la recibieron
sus amigas. La tempestad afectaba a todos los habitantes de la selva; sin
embargo, no dudaron en auxiliarla. La luciérnaga se ofreció a regresar con ella.
Monarca,
ocultando el miedo que casi le paralizaba las alas, las vio llegar. Quiso elevar
la protesta, pero, viendo que la tormenta estaba por romper, lo pensó mejor. Si
se ponía con muchos remilgos, era posible que la dejaran abandonada. Sin más,
se unió al enjambre que seguía a la luciérnaga. La colita encendida era una lámpara
a través de la oscuridad.
Nada
más llegar a la arboleda, Monarca comenzó a sentirse bien. Comprobó que los
problemas compartidos eran menores. A pesar del mal tiempo, reinaba la alegría,
entre las dulces gotas de miel y el calor de la amistad. Decidió dejar al lado
su orgullo y su afán de criticar a los demás:
—Si las miro bien, no son feas —se dijo—; las luciérnagas parecen estrellas, y
las abejas, florecitas.
Recordó
que ella, antes de ser la preciosa mariposa que era, había sido una oruga, no muy
agraciada, por cierto. Extendió las alas y revoloteó como nunca antes lo había
hecho. Desde entonces, no hubo amiga mejor.
Olga
Cortez Barbera
Imagen: 123RF Con jardín de mariposas - Libre de derechos