jueves, 3 de noviembre de 2022

Kantín Coleo




 

Mi Abuela Carmen dice que mi Abuelo José Leonardo tiene algo de poeta, bohemio, loco y soñador. Cuando él se sienta sobre su piedra preferida para contemplar el mar, lo imagino con su uniforme blanco, timoneando el barco de los pensamientos sobre las olas de los recuerdos. Creo que le inventa poemas a mi Abuela y sueña con perderse por las calles empedradas de las ciudades italianas que un día conoció. Mis primos, mi hermano y yo, que siempre andamos a la caza para jugar con él, respetamos ese momento.

Abuelo cuenta que él era Oficial de la Marina Mercante. Allí pasó muchos años. Tal vez, un trozo de su corazón, como un banderín rojo y palpitante, ondea en lo alto de un mástil. No pierde la esperanza de atravesar, otra vez, los mares profundos. Podrá pasear por los malecones de lejanas costas, en compañía de sus compañeros de fragata, a los que llama “la vieja pandilla”.

Siente un amor especial por todo lo relacionado con el mar. Por eso, sus primeras hijas se llaman Selva Marina y Carmen Marina. A la tercera, la nombraron Rosa Mercedes, porque Mercedes significa agradecimiento. Y mis abuelos estaban muy agradecidos por su venida. A la cuarta, Ana Karina; según él, era lo mismo que Ana graciosa. Así se llama la hija de un gran amigo que conoció en Grecia.

Cuando comenzaron a llegar los nietos, regresó la antigua manía. Por los varones no. Le parecía horrible llamarlos Leonardo Marina, Douglas Marina o cualquier otra combinación que se le viniera a la mente. Pero, por sus nietas… “¡Ojalá lleguen decenas!”, exclama. Hasta ahora sólo tiene dos: Rosa Marina, la mayor, y yo, Daniela Marina. Si no es por mi abuela, me hubiera llamado Luna Marina, Cometa Marina o quién sabe qué otro nombre. Porque a Abuelo también le atrae “el enigmático cielo”.

Dice que sus hijos son el mayor regalo que ha recibido de la vida y que, por ellos, posee el valioso tesoro de sus nietos. Ni el oro ni las piedras preciosas pueden hacerlo más feliz. Los ojos le brillan cuando juega con nosotros. Y sonríe con picardía cuando nos asegura que fueron los pelícanos, no las cigüeñas, los que nos trajeron a este mundo.

Como ya lo dije, además del mar, abuelo siente fascinación por el cielo. En las noches oscuras y estrelladas, nos enseña a distinguir las constelaciones. El rumor de las olas adormece a mis primos Douglas Leonardo y José Enrique. En cambio, mi hermano Douglas Enoc, mi prima Rosa Marina y yo prestamos mucha atención. Nos señala donde viven Casiopea y Andrómeda, nos cuenta que la Osa Menor siempre sigue a la Osa Mayor para no perderse en el espacio, y que los signos del zodíaco influyen en la personalidad de los humanos. Mi prima salta de alegría porque puede verlos a todos. Yo no porque siempre olvido los anteojos.

Termina la lección de astronomía y Abuelo se da cuenta de que estamos cansados. Despierta a los que se han dormido y, en fila india, regresamos a casa. Desde lejos, escuchamos la música que suena a todo volumen.

Abuelo comenta que cuando conoció a mi Abuela, su alma bohemia quiso resistirse a sus encantos. Pero, era tan dulce y tan hermosa que no le importó, al poco tiempo, renunciar al mar de sus aventuras. Además, había llegado la hora de “poner los pies en tierra firme y formar una familia”.

Abuela quería casarse con un hombre que compartiera con ella todos los días, y no con uno que anduviera, de puerto en puerto, dejando corazones rotos. De nada le sirvió visitarla con el uniforme de la naval, derrochando elegancia y romanticismo. Supo que debía abandonar sus deseos de aventuras.

Se casaron un lindo atardecer. Desde entonces, comenzaron a tejer los mismos sueños. Además de la vivienda familiar, construyeron esta casa en la playa, que se fue llenando de hijos y de nietos. Por supuesto, para Abuelo no había otro lugar mejor para pensar, que sobre una roca frente al mar. Ahora las vacaciones las pasamos en esta casa hecha, como dice Abuela, con cemento y amor.

Además de marinero, abuelo dice que le hubiera gustado ser soldado. Si tuviera la edad apropiada, con fusil al hombro, recorrería la frontera, de punta a punta, pasando de La Gran Sabana al Matto Grosso, que son unas selvas húmedas, según su opinión, de extraordinaria belleza.

—¿Por qué no organizas una excursión y nos llevas a todos? —preguntamos.

—¿Con ustedes, tan revoltosos? No tiene chiste —contesta.

Creo que por sus venas corre sangre militar. Mientras los adultos conversan, él nos llama para jugar a la milicia. Salimos goteando de la piscina y Douglas Enoc me dice al oído:

—Prepárate, llegó la hora de la diversión.

A Abuelo le encanta ponernos sobrenombres. Por ejemplo, a mí me dice Jeina sin Cojona, porque cuando era más niña me disfrazaron de reina y perdí la corona en el camino. Y como no sabía pronunciar la R dije, muy enojada: ahoja padezco una jeina sin cojona.

El adiestramiento militar es algo muy serio. En silencio, esperamos las instrucciones. Abuelo, camina con las manos en la espalda y pasa revista:

—¡Ateeeención!… Jeina sin Cojona… Rosa Metralla… Caaaatire… Poooototo… Olafo el Amargado… Ahora… ¡Marchen! Un, dos… un, dos…un, dos.

En perfecta formación, salimos de la casa y le damos la vuelta a la manzana. Otros niños se unen y la práctica se hace más divertida. Cuando regresamos, terminamos la faena arrastrándonos, como reptiles, sobre la hierba. Al final, somos un ejército camuflado, con hojas y lodo.

Al anochecer, la jauría de zancudos nos hace alejarnos del patio. Abuelo prefiere quedarse con nosotros que ver televisión con los demás. Antes de irse a su habitación, les pedimos que nos cuente historias de horror que, después, no nos dejan dormir.

—Dejen a su abuelo tranquilo —nos ordena Abuela Carmen—cuando piensa que ya es suficiente.

Pero, él le sonríe:

—Déjame un poco más con ellos.

Él ha visitado los lugares más fantásticos del mundo. Estuvo en Cabo de Buena Esperanza, que queda al sur de África. Allí escapó de un tiburón blanco, cuando nadaba en el mar, tratando de atrapar una foca que quería llevar a su casa. Al final, recordó que las mascotas preferidas de Abuela son los perros.

Una vez, atravesó el Triángulo de las Bermudas, donde dicen que han desaparecido barcos y aviones. El cielo se abrió en cien rayos y se desató una terrible tormenta. El barco fue absorbido por un remolino. Por fortuna, su gran experiencia dominó el timón y pudo salir a salvo.     

Se cubre de nostalgia cuando habla de Amberes, Marsella, Mar del Plata, Estambul y otros lugares que no recuerdo el nombre. “Ojalá ustedes tengan la oportunidad de viajar por el mundo, como hice yo”, dice y sigue nombrando países que sólo he visto, cuando acompaño a Abuela, en los programas de televisión por cable.

A veces, cuando más concentrados estamos en sus fantásticas historias, salta repentinamente de la silla y grita:

—¡Lechuza, Pachucha!

Es su grito de guerra, su voz de mando: ¡A la carga! Nos levantamos, corremos, gritamos y reímos. Hacemos tanto ruido, que mi Abuela susurra:

—Cállense, por favor, ¿no ven que van a despertar a los vecinos?

Abuelo parece un niño más. Se encorva, sacude una mano y pone la otra en la boca para ocultar sus ganas de reír. Luego, como el más obediente del grupo, guiña un ojo y dice:

—Su abuela tiene razón, vamos a dormir.

No es raro que, a los pocos minutos, aparezca en nuestro cuarto, cubierto con una sábana blanca y agitando los brazos. El terror, verdadero o no, nos hace gritar, como unos endemoniados, mientras él, con una voz de ultratumba, murmura:

 —Madame Kalalúuuuuu, apaga la vela y prende la luuuuuz.

Todo con el abuelo es divertido. Pero lo que más nos gusta es el Kantín Coleo, que es algo así como jugar a hacerse el desentendido. Él nos quita cualquier cosa, y nosotros lo perseguimos para que nos las devuelva. Como cuando jugamos con la pelota. Se acerca, como un felino en acecho, mientras nosotros fingimos no darnos cuenta.

De pronto, grita:

—¡Kantín Coleo!

Captura la pelota en el aire y corre con ella hasta que, en cambote, lo rodeamos para que nos las devuelva. Es realmente fantástico tener un abuelo como él.

La otra tarde lo oí conversar con Abuela:

—Carmencita —dijo él—, el día que me vaya de este mundo, di a tus hijos que esparzan mis cenizas sobre el mar. Las olas viajan lejos. Así podré pasear de nuevo por mis puertos añorados.

—No hables así, viejo —contestó ella, algo triste—, aún falta para eso.

Espero que tenga razón porque, cuando yo crezca y tenga hijos, me gustaría que él también jugara con ellos.

Abuelo está sentado en la piedra de siempre. Tiene bastante tiempo distraído. Creo que su mirada viaja más allá del horizonte. Todos estamos impacientes. Queremos jugar con él. Douglas Enoc me hace señas con las manos y los demás se acercan poco a poco. Parecemos un comando en acción. Lo vamos a tomar por asalto. Abuelo se da cuenta y se hace el bobo. Aunque solo le vemos el perfil, podemos ver un pedacito de su sonrisa. No aguantamos más y gritamos:

—¡Kantín Coleo!

No le quitamos nada, sólo lo apartamos de sus recuerdos. Ahora es nuestro turno. Corremos y él nos persigue. Sabemos que no le importa dejar de soñar por un rato. Somos sus nietos. Como él dice: Para navegar por las aguas de la nostalgia hay otros momentos. Ahora, ríe feliz. Así es él. Cuando nos alcance, recibirá todo nuestro amor y la promesa secreta de que nunca lo olvidaremos. 

 

Olga Cortez Barbera

 

Pixabay: Dibujo gratis