Ayer se perdió Pandetela, la vaca de grandes lunares, la preferida de mi abuelo.
La buscamos toda la mañana y no la encontramos. Él estaba preocupado porque
había llovido muy fuerte y temía que la hubiera arrastrado la corriente del
río. Llegó la noche y la vaca seguía extraviada.
¡Cómo me gusta pasar vacaciones en el hato de mi abuelo! Pasear por los
alrededores es como entrar a un territorio lleno de aventuras. Cuando
recorremos la sabana, imagino que voy en un safari a la caza de animales
salvajes. Los cerdos son elefantes; los bueyes, rinocerontes pastando.
Cuando exploro los matorrales, me preparo para enfrentar el peligro. Los
maullidos de los gatos de Abuela son feroces rugidos de leones. Los bejucos colgados en
las ramas, serpientes venenosas.
¡Es tan divertido! Pero, también me encanta andar con mi abuelo. Es mi
mejor amigo, aunque sea más grande y tenga los cabellos blancos. Puedo
preguntarle cualquier cosa porque él lo sabe todo. Es como un libro que habla. Me
parece que ha vivido en todas las épocas. Siempre me cuenta historias fabulosas…
Ayer no lo pudo hacer porque Pandetela desapareció.
Ella es la vaca más grande y gorda que he visto. Le falta un poquito para
parecer un mastodonte. A pesar de todo, es muy bonita. Abuelo me contó que nació
enferma. Casi, casi se muere. Por fortuna, el veterinario la curó.
A mi abuelo le encantan los dulces. Por eso sus vacas se llaman: Majarete,
Melcocha, Conserva´e coco, Buñuelo… A su vaca preferida le puso Pandetela para
diferenciarla de las demás. A ella le gusta que él le acaricie el lomo y le cante
bajito.
Él me ha enseñado a cuidarme y a no temerle al llano. El otro día, cuando yo jugaba debajo un samán,
las ramas se sacudieron. Me quedé quietecito para ver qué cosa lo había ocasionado.
Como no pasaba nada, seguí jugando hasta que (¡ouch!) el árbol se sacudió de
nuevo. Por si acaso, me alejé un poco. No me lo esperaba. Una iguana grande descendió
por el tronco:
—Casi pareces un cocodrilo —le dije, aunque no parecía tan feroz.
Me miró con sus ojos saltones. Cuando se dio cuenta de que yo no le haría
daño, siguió el camino que la llevó al gallinero. De seguro que, para las
gallinas, era tan grande como un dinosaurio. Todas empezaron a cacarear (¡coc
coc coc coc!) y a correr como locas, tratando de escapar del intruso. Entré al
gallinero y la espanté para que no se comiera los huevos. Con sus patas cortas y
rápidas, regresó al árbol.
Mi abuelo se dio cuenta de que Pandetela no estaba en el corral cuando fuimos
a ordeñar las vacas, un poco antes del amanecer. Todos los días, los peones masajean
las ubres, mientras los baldes se van llenando con los chorritos de leche. Abuelo
toma dos totumas y pide que le echen un poco. El sabor de la leche recién
ordeñada sabe diferente a la pasteurizada. Luego, le ayudo a alimentar las
vacas.
Las trancas del corral estaban tiradas en el suelo (cosa extraña). Los peones
tienen la obligación de colocarlas, nada más terminar la jornada. Ahora se
preguntaba qué podía haber pasado. Las vacas y los becerros comenzaron a
moverse. Sus mugidos se confundían con los kikirikis de los gallos que
anunciaban que era hora de levantarse.
—¡Qué raro! —exclamó Abuelo—. No oigo el mugido de Pandetela.
—Creo que se escapó —contestó un peón—, ya salen a buscarla.
Abuelo siempre ha vivido en el campo. Pocas veces abandona el hato para ir
a visitarnos. Le fastidia la vida agitada de la ciudad. Dice que él es un
montuno y que Gala, nuestra perrita, puede darle clases de urbanidad. En el
llano ha aprendido a reconocer las voces de los animales, los murmullos del
viento y los cambios de humor de la sabana.
—Pandetela debe andar por los alrededores —dijo—, ya aparecerá.
Ella es como de la familia. Cuando Abuelo la suelta, camina hacia la casa,
atraída por los aromas de la cocina y de las flores en los materos. Después,
ella solita regresa a su corral. En las mañanas me despiertan el canto de los tautacos
y los cascos de Pandetela sobre las ramas secas.
En la casa todo era un alboroto. La vaca no estaba en los patios, en los
matorrales, ni en los potreros. Nunca había ido más lejos. El viento soplaba fuerte,
debajo del cielo gris. Abuelo llamó al caporal y le dijo:
—Está cantando el carrao. Trae los caballos. Es mejor que vayamos por ella.
Si llueve, puede quedar atrapada en un lodazal.
Los carraos son como garzas con el cuello más corto. Abuelo me contó que
ellos cantaban en la sequía para atraer a los aguaceros ¿Practicaban la danza
de la lluvia, como los indios?
En el invierno cae tanta agua, que las llanuras se inundan. Parecen mares
en calma, llenos de lirios. Abuelo dice que es un paisaje traicionero. A veces,
los animales no pueden evitar ahogarse. Los relámpagos y los truenos eran muy
fuertes. Si el agua subía mucho, la pobre Pandetela, regordeta y asustada, se
vería en graves problemas para volver a casa.
¿Estaría con otras vacas o buscando miel por los
algarrobos? Mejor que no se acercara a los
panales. Las abejas se molestarían y la res no era tan rápida como para
escapar de ellas. A mí me picó una. La mano se me puso como un níspero. Ardía como
un carbón encendido. Abuelo me untó una crema que me alivió.
Tal vez, tomaba agua en el caño. Las reses
solían hacerlo allí. Era algo arriesgado porque en los caños viven los babos,
que parecen caimanes pequeños. Muerden duro y dejan cicatrices feas.
Como lo imaginó abuelo, el palo de agua fue colosal. Llegó la noche. Por
las ventanas entraban el croar de las ranas y el olor a tierra mojada.
Cansado de esperar al abuelo, me dormí. Soñé que él atravesaba la
llanura, sobre su caballo. Este llevaba un penacho de colores en la frente. El
suelo parecía una alfombra bordada con lirios sabaneros. Las estrellas
brillaban como flores de plata.
Abuelo gritaba: ¡Pandetela…! ¡Pandetela…!
Ella no respondía. De pronto, se escuchó un ruido y él puso atención. Eran las
pisadas lentas y fuertes de la vaquita, que salía de los cañaverales.
Hoy nos levantamos más temprano que nunca. Apenas aclaró, fuimos a buscarla.
A media mañana, el calor y el cansancio nos obligó a descansar. Solo se
escuchaban los trinos de los pájaros y el murmullo del río. De pronto, nos
llegó un débil mugido. Abuelo comentó:
—¡Ya sé dónde está Pandetela!
Corrimos hacia el trapiche abandonado, donde el papá de mi abuelo producía
papelones y panelas. Abuelo estaba tan emocionado que pudo correr más rápido
que yo. Los mugidos eran, cada vez, más fuertes.
—¡Pandeteeeela! ¿Dónde te metiste? —gritó, a toda voz.
—¡Muuuuuuu! —respondió la vaca.
Allí estaba, entre escombros y telarañas. Había seguido su instinto animal,
como dice abuelo que hacen las reses. Ella buscó el sitio apropiado para parir.
Limpiaba a su pequeño hijo, con su lengua de estropajo. Yo aplaudía, mientras él
la acariciaba. Pandetela sólo tenía ojos para el becerro recién nacido.
Al fin, apareció y esta noche podré escuchar los cuentos de mi abuelo.
Olga Cortez Barbera
Pixabay: Dibujo descarga gratuita
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