Anda, Francisquita,
saca tu cabeza,
te está dando la
niña
trocitos de cerezas.
Con tus patas
curvas
vete al jardín
a comer hojas de
trébol
y pétalos de
jazmín.
Cuéntale que, a
veces,
te sientes muy
solita,
que sueñas con jugar
con otra
tortuguita.
Samantha se sentía satisfecha porque estaba a punto de
llevar a su pequeña amiga a casa. La tía preparaba las maletas para irse de viaje
y ella debía cuidar a Francisquita, la tortuga que desmayaba de aburrimiento en
el terrario. Ésta, al escuchar la voz de la niña, sacó su cabecita del
caparazón para darle la bienvenida.
A Francisquita no le fue fácil aceptar a Samantha. Alguien
la había alejado de sus hermanas tortuguitas para trasladarla a un lugar
extraño. Casi se resignaba a su nuevo hogar, cuando la llevaron a otro que
tampoco le gustó. Se escondía de los humanos y trataba de escapar. La pobre no
podía escalar las lisas y altas paredes.
La primera vez que Samantha vio a Francisquita, no dejó de
observarla por un largo rato. Nunca había visto una de carne y hueso. Al poner
un dedo sobre ella, la tortuga se escondió en su caparazón.
—¡Qué mascota tan rara! —exclamó.
¿Rara? ¿Sólo porque no era como los perros o los gatos?
Sus compañeros de clases decían lo mismo de ella. Eso no la hacía sentirse
bien. Mamá le dijo que los niños poseían distintas cualidades y que ser
diferente no era nada malo. Si eso era así, ¿por qué le costaba hacer amigos? “A
la tortuga le hace falta una compañera —pensó—, me quedaré con ella”.
Como Francisquita, Emma, la niña que vivía cerca, en un
principio no aceptó la amistad de Samantha, por más que se lo pidiera la
maestra. ¿Cómo jugar con alguien que todo le molestaba? Además, tenía una
manera tan particular de decir las cosas, que la enfurecía. Sin embargo, le
apenaba verla alejada de todos durante el recreo. ¿Qué sucedía con ella?
Su papá le explicó lo que era el Síndrome de Asperger. Un
nombre que le pareció complicado y misterioso. Pero, a medida que lo escuchaba,
comenzó a comprender las razones para que la niña se comportara, en ocasiones,
de maneras algo incomprensibles. ¿Por qué no ayudarla? Emma se impuso la tarea
de hacerse su amiga.
Samantha era una niña como cualquier otra, sólo que sus
sentidos eran más sensibles. Los sonidos fuertes, los objetos brillantes y el
contacto con otros, a veces, le resultaban insoportables. Si algo le parecía
feo, lo expresaba con franqueza, sin la intención de herir a nadie. Como todos los
niños, tenía ilusiones; entre ellas, que sus compañeros de clases la
entendieran.
Saber cómo era le facilitó a Emma acercarse a Samantha. Por
eso, cuando la vio con Francisquita, no dudó en hablarle:
—¡Qué lindo animalito! —exclamó—. ¿Es tuyo?
—Sí —respondió—, y
ya averigüé en Internet cómo se cría una tortuga.
—¿Puedo acompañarte?
—Me parece bien.
Para Francisquita las cosas cambiaron. Samantha y Emma la
llevaban todos los días al jardín. Allí atravesaba la grama, a la velocidad que
le permitían sus encorvadas patas. Mientras disfrutaba del sol, engullía todo
lo comestible que encontraba a su paso. Las hojas de trébol eran sus
preferidas. De regreso, antes de dejarla en el terrario, le daban una
refrescante ducha. Por las noches, Francisquita tenía sueños felices de
tortuga.
A medida que la conocía, Emma se iba dando cuenta de lo
especial e inteligente que era su nueva amiga. Fue como entrar a un universo de
colores nuevos. A su lado, podía aprender muchas cosas y fijarse en detalles
que nunca antes había notado. Ver el mundo de otra forma también era
maravilloso. A su vez, Samantha observaba cómo era el mundo de Emma. Ambas
comprendieron que los obstáculos podían superarse entre los buenos amigos. Entre
tanto, Francisquita se sentía muy bien con las dos.
Emma les contó a los compañeros del colegio que Samantha
tenía una linda tortuga. Todos quisieron ir a conocerla; a Samantha le gustó recibirlos
en su casa. ¡A Francisquita, también! Sacó su cabeza para darles la bienvenida.
No tenía por qué sentir temor; estaba en buenas manos. Al poco tiempo, compartía
el terrario con otra tortuguita.
Olga Cortez Barbera
Cuidar una tortuga requiere atención y responsabilidad. Proporciona un hábitat adecuado, una dieta equilibrada, y asegúrate de mantener su entorno limpio y seguro para garantizar su bienestar y longevidad.
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