sábado, 22 de enero de 2022

Ernestina Piquetina

 


¡Qué bella era la pulga Ernestina Piquetina! Los únicos detalles más grandes que el nombre se centraban en su vanidad y el apetito sin medida.

Ella opinaba que sus compañeras lucían opacas y ordinarias. Sobre todo, cuando se contemplaba en las gotas de agua y decía:

—¡Guao, ni el arco iris tiene colores tan hermosos!

Como si eso fuera poco, la pulga parecía una atleta. Alardeaba de sus saltos olímpicos porque despedían montones de chispitas.

—¡Soy una bengala saltarina! —gritó un día con todas las fuerzas.  

—¡Qué insoportable se ha vuelto Ernestina! —exclamaron todas—. ¡Que se mantenga bien alejada de nosotras!

—¡Uy, qué miedo! —les contestó, mientras ejercitaba las patitas.

Así como a los niños les fascinaban los caramelos, ella enloquecía por la sangre tibia de los zorros del bosque. Por eso, siempre quería más.

Una tarde, después del almuerzo, la pulga descansaba panza arriba, llena hasta la saciedad. A punto de dormir, vio una mariposa que dibujaba extraordinarias piruetas en el aire.

Ernestina Piquetina sintió envidia. Ella podía participar en los saltos de garrocha y ganar. Pero, por muy alto que la llevaran sus rebotes, no podía volar.

Eso era un estorbo que le impedía probar las exquisiteces sanguíneas de los perros y gatos de la ciudad. Le fastidiaban los platillos de siempre.

Además de la experiencia gastronómica, ella soñaba con descubrir la vida más allá de las fronteras.

—¡Lo que dirían las pulgas si me convirtiera en una señorita de mundo! —dijo con una sonrisa burlona.

Saber que no era posible, la entristeció. Casi al borde de las lágrimas, murmuró:

—Si yo tuviera alas…  

El Mago de los insectos, que buscaba donde hacer la siesta, no pudo evitar escuchar y se compadeció:

—¿Qué te pasa, bonita? —preguntó—¿Para qué las alas?

—Quiero irme muy lejos.

—¿Por qué? ¿No te agrada el bosque?

—¡Eres un metiche! —exclamó y le dio la espalda.

“Esta pulguita sí es antipática”, pensó el Mago.

—A ver, dime en qué te puedo ayudar. Soy uno de los magos más poderosos de este lugar.

—¿De verdad? Entonces, dame alas y te lo agradeceré hasta el fin de las estrellas.

—¿Algo más?

—Sólo eso.

—Bien, si ese es tu deseo…

El Mago mezcló un cuarto de pezuña de garrapata, media ala de libélula muerta y una docena de gotas de rocío. El bosque escuchó el conjuro:

Zalamacana…

Zalamaquina…

Unas alas poderosas

para Ernestina Piquetina!

La pulga bebió el brebaje y se desmayó.

No sabemos cuánto tiempo pasó para que el sonido de los aleteos, blaca, blaca, blaca, blaca, la despertara. Entre las sombras, preguntó:

—¿Dónde estoy?

—En una cueva de murciélagos —le informó el Mago—. Ahora eres uno de ellos.

Asombrada, ella comentó:

—Es verdad. Tu hechizo ha logrado que tenga alas y un estómago más grande…También, me ha llevado lejos de casa... Debería sentirme feliz, pero, no era lo que esperaba.

—Yo cumplí, sólo diré eso.

—Sí, tienes razón. Debo tener cuidado con lo que quiero —concluyó—. Los murcielaguitos no están nada mal; sin embargo, este no es mi mundo.

Sintió nostalgia; una más grande que Goliat, el escarabajo africano:

—¡Qué tonta he sido, Mago! Necesito volver a mi hogar.      

Ahora, Ernestina Piquetina salta con sus lindas compañeras que relumbran, como perlitas negras, entre los bosques de pelaje animal.  

Olga Cortez Barbera

 

Imagen libre de derechos: Depositphotos 



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