¡Qué bella era la pulga Ernestina Piquetina! Los únicos detalles más grandes que el nombre se centraban en su vanidad y el apetito sin medida.
Ella
opinaba que sus compañeras lucían opacas y ordinarias. Sobre todo, cuando se contemplaba
en las gotas de agua y decía:
—¡Guao,
ni el arco iris tiene colores tan hermosos!
Como
si eso fuera poco, la pulga parecía una atleta. Alardeaba de sus saltos olímpicos
porque despedían montones de chispitas.
—¡Soy
una bengala saltarina! —gritó un día con todas las fuerzas.
—¡Qué
insoportable se ha vuelto Ernestina! —exclamaron todas—. ¡Que se mantenga bien
alejada de nosotras!
—¡Uy,
qué miedo! —les contestó, mientras ejercitaba las patitas.
Así
como a los niños les fascinaban los caramelos, ella enloquecía por la sangre
tibia de los zorros del bosque. Por eso, siempre quería más.
Una
tarde, después del almuerzo, la pulga descansaba panza arriba, llena hasta la
saciedad. A punto de dormir, vio una mariposa que dibujaba extraordinarias piruetas
en el aire.
Ernestina
Piquetina sintió envidia. Ella podía participar en los saltos de garrocha y
ganar. Pero, por muy alto que la llevaran sus rebotes, no podía volar.
Eso
era un estorbo que le impedía probar las exquisiteces sanguíneas de los perros y
gatos de la ciudad. Le fastidiaban los platillos de siempre.
Además
de la experiencia gastronómica, ella soñaba con descubrir la vida más allá de
las fronteras.
—¡Lo
que dirían las pulgas si me convirtiera en una señorita de mundo! —dijo con una
sonrisa burlona.
Saber
que no era posible, la entristeció. Casi al borde de las lágrimas, murmuró:
—Si
yo tuviera alas…
El
Mago de los insectos, que buscaba donde hacer la siesta, no pudo evitar
escuchar y se compadeció:
—¿Qué
te pasa, bonita? —preguntó—¿Para qué las alas?
—Quiero
irme muy lejos.
—¿Por
qué? ¿No te agrada el bosque?
—¡Eres
un metiche! —exclamó y le dio la espalda.
“Esta
pulguita sí es antipática”, pensó el Mago.
—A
ver, dime en qué te puedo ayudar. Soy uno de los magos más poderosos de este lugar.
—¿De
verdad? Entonces, dame alas y te lo agradeceré hasta el fin de las estrellas.
—¿Algo
más?
—Sólo
eso.
—Bien,
si ese es tu deseo…
El
Mago mezcló un cuarto de pezuña de garrapata, media ala de libélula muerta y una
docena de gotas de rocío. El bosque escuchó el conjuro:
Zalamacana…
Zalamaquina…
Unas
alas poderosas
para
Ernestina Piquetina!
La
pulga bebió el brebaje y se desmayó.
No
sabemos cuánto tiempo pasó para que el sonido de los aleteos, blaca, blaca,
blaca, blaca, la despertara. Entre las sombras, preguntó:
—¿Dónde
estoy?
—En
una cueva de murciélagos —le informó el Mago—. Ahora eres uno de ellos.
Asombrada,
ella comentó:
—Es
verdad. Tu hechizo ha logrado que tenga alas y un estómago más grande…También, me
ha llevado lejos de casa... Debería sentirme feliz, pero, no era lo que
esperaba.
—Yo
cumplí, sólo diré eso.
—Sí,
tienes razón. Debo tener cuidado con lo que quiero —concluyó—. Los
murcielaguitos no están nada mal; sin embargo, este no es mi mundo.
Sintió
nostalgia; una más grande que Goliat, el escarabajo africano:
—¡Qué
tonta he sido, Mago! Necesito volver a mi hogar.
Ahora,
Ernestina Piquetina salta con sus lindas compañeras que relumbran, como
perlitas negras, entre los bosques de pelaje animal.
Olga
Cortez Barbera
Imagen libre de derechos: Depositphotos
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