Soy malo. Muy malo. A diferencia de
otros vampiros que trabajan de noche, yo busco a mis víctimas a cualquier hora.
Me gusta la sangre, así como a los niños las merengadas, los helados y los
chocolates. No importa que sea de humanos o de animales porque, además de malo,
soy valiente, y no me preocupa lo peligroso que cualquiera pueda ser. Sólo
tengo que esperar a que estén desprevenidos, les clavo mis colmillos y… shuit
shuit, no los suelto hasta que me siento satisfecho. Debo contarles un secreto. Ayer pasó algo muy raro, mi instinto se
desvaneció…
Las cosas ya no son fáciles para
nosotros. Los castillos medievales se convierten en lujosos hoteles, los antiguos
mausoleos son cada vez menos, y las cuevas se llenan de exploradores y
científicos. Nuestros antepasados tuvieron que recoger los ataúdes y las capas
para escapar de las zarpas terribles de las nuevas épocas. Debieron adaptarse a
otras condiciones para que nuestra especie no se evaporara en el olvido.
Mis tatarabuelos y sus amigos salieron
de Transilvania una noche quieta de luna redonda y se esparcieron por todo el
mundo. A falta de fortalezas y castillos, se conformaron con esconderse en los
corrales, las casas y los jardines. Los niños se asustaban cuando los veían.
Los padres llegaban en su auxilio y los corrían a escobazos. En vez de las
cruces y ristras de ajos que se usaban para alejarlos, encendían las luces, y
los pobres vampiros, amoratados por los escobazos, no regresaban.
Cuando se vieron obligados a salir
durante el día, se dieron cuenta de que los largos colmillos los delataban.
Para pasar desapercibidos, solicitaron los servicios de los dentistas, quienes
limaban los afilados dientes hasta dejarlos como paletas cuadradas. Entonces,
fue peor la cosa. Cada vez que se prendían de un cuello, provocaban cosquillas.
La víctima salía del sueño y, en vez de morirse del susto, carcajeaba casi
hasta morir.
Se les veía por las calles como una rara
especie de murciélagos desfallecidos, agarrándose de las paredes, tan pálidos,
que casi se hacían transparentes. El hambre los hacía delirar, y donde había
una puerta o ventana abierta, entraban sin pedir permiso. A falta de víctimas
sanguíneas, mordían los tallos de las plantas; la savia les llenaba las
mejillas de un rarísimo rubor verde. La mayoría de las veces, se apuraban a
escapar de los ya conocidos escobazos.
Insoportablemente cansados, se reunieron
una noche en la gruta de una lejana montaña.
—Debemos hacer algo si no queremos
desaparecer—dijeron.
Desempolvaron las fórmulas ocultas para
sobrevivir y pasar inadvertidos. Ahora, algunos son estrellas del cine de terror. Otros habitan en los bosques o en mundos remotos, donde existen
personas de sangre azul, no muy apetitosa, por cierto. El resto, como los de mi
familia, eligió adaptarse a la vida confortable de la ciudad. Por eso estoy
aquí, feliz y algo confundido.
Me encanta el aire libre, como también
entrar a las casas. Soy un vampiro pequeño, y mis raciones de sangre no son
grandes. Por eso puedo alimentarme de una misma víctima muchas veces. A José, cada
vez que puedo, lo ataco. No es que me guste mucho su sabor, pero, cuando el
apetito aprieta… Después de jugar fútbol, el hierro delicioso de su sangre se
mezcla con el sudor. Es un sabor extraño que, en ocasiones, me hace buscar
otras fuentes.
El otro día, me alimenté de Sara, su
hermanita. Cuando la mamá vio lo que le había hecho, regó un polvo blanco por
toda la casa que me hizo huir como un endemoniado. Supuse que rociaba uno de
los más terribles elementos anti-vampíricos: ajo, ¡en polvo!, decididamente
moderno y extrañamente perfumado. Desistí de los humanos por un tiempo.
Bronco, el perro de la casa, también me
gusta. ¡No lo puedo negar! El pelaje oculta mis mordidas. Mucho mejor. Cuando
empieza a rascarse le pido que se quede tranquilo. Él es testarudo y no hace
caso. Debo escapar del rociador y abandonar la calidez del hogar.
José y Sara se fueron de vacaciones.
Bronco fue con ellos. Lo malo de acostumbrase a comer en el mismo restaurante,
es que da fastidio buscar otro. Sin embargo, ayer yo tenía mucha hambre y
estaba al borde del desmayo. Sin pensarlo más,
corrí a casa de los vecinos. Un niño jugaba en la
piscina… Nunca he nadado en mi vida. ¿Qué podía hacer? Fui al patio y no había
nadie. Eso sí era preocupante. Necesitaba con urgencia una víctima.
Nada, tenía que regresar a la piscina.
Estaba decidido a zambullirme cuando la
vi. Se los juro, es la criatura más exquisita que he visto en mi vampiresa
vida. Sus ojos son oscuros y redondos. Su cuello huele a grama fresca. ¡Claro,
si no hace más que jugar sobre ella!
Mis padres dirían que es un manjar para
el más exigente de los vampiros. Sin embargo, ya ven, en vez de saltar y atacarla, deseo
oler su melena. Mis hermanos dicen que estoy loco. ¡Claro que no! Este es mi
secreto: ¡Me enamoré! En vez de picarla como la pulga malvada que soy, quiero que la ardilla me enseñe a comer nueces.
Olga Cortez Barbera
Imagen: 123rf
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