Soy
un árbol. Un árbol que se quejaba todo el tiempo de su mala suerte. ¿Por qué estaba
yo abandonado en medio de la llanura? Más allá jugaban los naranjos
con los pájaros y los abejorros. Por eso, muerto de envidia, protestaba
sacudiéndome las hojas. De tanto hacerlo, me transformé en un ramaje pelado y
gruñón.
Los
días eran largos; las noches mucho más. Hasta que llegó una chicharra que se
aferró a mi corteza para cantarle al sol del mediodía. Eso me desconcertó. No estaba
acostumbrado a recibir visitas. En vez de darle la bienvenida, exclamé:
—
¡Qué escandalosa eres! ¡¿No ves que estoy descansando?!
—
¿Descansando de qué? —quiso saber ella.
—De
todo —respondí—. Quiero que te vayas con tu chirrido a otra parte.
No me hizo caso. Al contrario, me veía tan decaído,
que decidió hacerme compañía. Atrapado por la sorpresa, no se me ocurrió nada
para espantarla. Así que di un ronco suspiro.
—¿Por
qué te muestras tan molesto? — preguntó.
Parecía
sincera. Eso desinfló mi mal humor.
—Siento
celos de los árboles que están allá, unidos y compartiendo las caricias del
viento, ¡tan alegres…!
—Quizás,
porque no son malhumorados como tú. Por eso, tienen un montón de amigos.
—
¿Tú crees? Uhm… ¿Me podrías aconsejar sobre lo que debo hacer?
—Deja
de quejarte y de gruñir.
Costó
hacerlo, pero cuando lo logré, me sobró tiempo para descubrir el universo extraordinario
que me rodeaba: el nacimiento del día, el paseo de las nubes, las puestas de
sol, el centelleo de las estrellas… Pude disfrutar de la brisa, del canto agudo
de mi amiga y de sus interesantes conversaciones de insecto de mundo. Me contó
todo lo que había visto en sus viajes. Yo sentía
tanto gusto, que mis ramas retoñaron de nuevo.
—
¡Estás muy guapo! —dijo la chicharra a los días—. Ahora eres un árbol frondoso.
—
Sí, pero nadie se acerca.
—Espera
un poco y verás.
Tenía
razón. Una tarde, me pilló un sonido:
-Biribiribiribi…
Biribiribiribi… Luego, una vocecilla:
—Árbol…, Árbol… ¿Puedo descansar en tus ramas?
—El
tiempo que desees —contesté.
Mi
mal genio se había ido tras un soplo de viento.
El
ave estaba tan cansada, que durmió hasta el otro día. Al despertar, sacudió las
plumas y dijo:
—Gracias,
árbol. Dormí como un oso en invierno. Eres muy amable, pero debo partir.
Después
de que el ave se fue, la chicharra murmuró:
—Ahora
verás lo que te espera, amigo mío…
El ave divulgó mi hospitalidad por todas
partes. Sus amigos llegaban en bandadas. Paraulatas, turpiales y ruiseñores se
adueñaron de mi ramaje. Unas se iban al amanecer. Otras comenzaron a hacer sus
nidos. Supe lo que era despertar con la dulce armonía de los trinos. Más tarde, llegaron las ardillas, y las abejas con su fábrica de miel. Hasta una pereza, que
le costó tiempo para subir a la rama más alta, se dejó cautivar por mi amabilidad.
Yo me sentía dichoso. Debajo de mis hojas, los huéspedes se abrigaban del sol y
de la lluvia.
Una noche, la amenaza llegó hasta nosotros. El búho, que venía de un lugar
remoto, dijo que estaba huyendo de unos bárbaros que andaban arrasando todo. Había
volado mucho buscando protección, y temía no poder escapar. Los bárbaros andaban
por todas partes. La noticia provocó un revuelo. ¿Cómo defenderse de algo que
parecía tan peligroso? Traté de calmarlos:
—No
se preocupen, mis amigos. Es difícil que lleguen aquí.
El
búho no estaba de acuerdo:
—No
te confíes, arbolito. No hay un sitio en el mundo que ellos no puedan encontrar.
No
pasó mucho para comprobarlo.
Primero llegaron los hombres de cascos en la cabeza. Extendían planos y tomaban
medidas. Después fueron las máquinas, que rugían como demonios. Observamos,
horrorizados, cómo acababan con los árboles que yo tanto había envidiado. Sentí
congoja e indignación. En su lugar, construían casas. Mis amigos estaban muy asustados,
pero no querían abandonarme a mi suerte. Yo no podía permitir que ellos
salieran lastimados por mi causa.
—Es
mejor que huyan —les dije.
—Hagan
caso —apoyó el búho—. No podemos luchar contra ellos.
—Tienen
razón —comentaron las ardillas, que bajaron por el tronco y corrieron hacia el
horizonte.
—
¿Qué hacemos con nuestros nidos? —preguntaron los pájaros.
—Los
protegeré —prometí, aunque no tenía idea de cómo hacerlo.
—Yo
te ayudaré —dijo la pereza, mostrando las garras.
—Yo
también —dijo la chicharra, engrinchando las alas.
¡Qué
emoción sentí! Mis amigas eran, en verdad, muy valientes.
Al
amanecer, los hombres me miraban de arriba abajo.
—
¡Este árbol entorpece nuestra labor! —exclamó uno.
—Sí,
hay que derribarlo —comentó otro—. Esperemos al jefe para comenzar.
Había
que salvar los nidos. La única forma era trasladarlos a otro sitio. Pero, la
pereza era lenta, la chicharra, frágil, y yo no podía correr.
—
¡Miren, se acerca alguien! —exclamó la chicharra.
Era
el jefe que venía acompañado por un niño. Mientras los hombres se alistaban
para dar fin a mi existencia, el niño subió a mis ramas. Sacando fuerza de lo
más profundo de mi tronco, me balanceé, suavemente, de un lado a otro. El viento
me acompañaba. Nunca fue tan dulce el rumor de mis hojas: Mira lo que quieren hacer conmigo, pequeño, ¿puedes ayudarme? Creo que
me escuchó, porque tomó un nido y corrió con él entre sus manos:
—
¡No lo cortes, Papá! En el árbol hay otros, como éste.
Ahora
estamos aquí, disfrutando del cielo azul. La pereza flojea como siempre, la
chicharra chirrea como nunca y yo, feliz, en el centro de la plazoleta donde
juegan los niños de la urbanización. Hay una fuente, flores y mariposas. Las
aves vienen y van. Muchas se quedan. Nada es mejor que despertar con sus trinos
y ver los nidos llenos de pajaritos.
Olga
Cortez Barbera
Imagen: 123rf
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